Inicio » Content » HELFTA: DE SU HISTORIA ANTIGUA Y RESTAURACIÓN RECIENTE

Por Mauro Matthei, osb[1]

Una inesperada euforia en la patria de Lutero

El 21 de noviembre de 1999 un grupo de siete monjas cistercienses encabezadas por su abadesa Assumpta Schenkl, hacía su entrada solemne en la iglesia y los edificios restaurados del antiguo monasterio de Santa María de Helfta y reanudaba el oficio divino, interrumpido desde 1546. Mons. Leo Novak, obispo de Magdeburgo, la diócesis en la que se encuentra el antiguo y ahora nuevo cenobio cisterciense, había promovido desde la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, la recuperación de este místico territorio, asolado por las injurias de la historia, hasta el punto de convertirse en la conciencia de la mayoría de los católicos alemanes, en algo que el viento se había llevado para siempre.

Helfta se encuentra en los suburbios de la ciudad de Eilseben, en la que nació Martín Lutero en 1438 y murió en 1546. Por eso su nombre oficial es “Lutherstadt Eisleben” como lo es también el de la “Lutherstadt Wittenberg”, lugar de la docencia y predicación del reformador, más al este de Eisleben. Helfta se encuentra, pues, en el corazón del territorio de los orígenes del protestantismo, en lo que Lutero llamaba “dulcissima patria mea”. Sin embargo, los problemas de la restauración no vinieron por aquel lado –el alcalde protestante de Eisleben asistió complacido a la inauguración y entregó a la abadesa un ramo de flores- sino de las autoridades políticas neo-paganas, de la pobreza de recursos de la minoría católica de Alemania del Este y la actitud secularizada de la Alemania occidental. Por todas partes se oponían a la audaz iniciativa de fe de unos pocos, la indiferencia de los más y el escepticismo de los mismos católicos, que, en un clima de fatal disminución de vocaciones y de abandono de tantas obras de Iglesia, ponían en duda el sentido de la repoblación de unas ruinas de escaso interés artístico. Los vencedores finales de la magna empresa asentaron los testimonios de su lucha espiritual de diez años, en un hermoso libro, ricamente ilustrado, titulado “El monasterio de Helfta, una aventura divina y la historia de su resurrección 1990-2000”. Aparte del mismo obispo de Magdeburgo y de tres notables párrocos que lo secundaron incansablemente, habría que destacar la valentía y espíritu de fe de la M. Abadesa Schenkl y sus siete monjas que, dejando su propia Abadía de Seligenstadt en Babiera, duramente afectada por al escasez de vocaciones, se abocaron sin titubeos a la nueva tarea. No solo se trataba de intentar revivir las glorias de la fe de siglos pasados, sino también de volver a encender las luces de un santuario para Alemania del Este, espiritualmente desertificada, tras doce años de nazismo y cuarenta y cinco años de comunismo.

Había, pues justificada euforia en los obispos, sacerdotes, religiosas y más de quinientos laicos que celebraron aquella santa refundación, después de no pocas vicisitudes en los diez años anteriores. En 1991 se había celebrado la primera liturgia en las ruinas de la iglesia donde santa Gertrudis y las otras santas mujeres habían recibido tantas gracias extraordinarias y descubierto el misterio del Corazón de Jesús. En 1992 las autoridades gubernativas habían pronunciado un decidido veto contra el proyecto, que declaraban “sin chance realista”; a pesar de esas sombrías perspectivas, se había formado el mismo año una entidad legal titulada “Amigos del monasterio de Helfta”, encargada de promover en todo sentido la adquisición de los terrenos  y la reconstrucción de las ruinas. Todo el año 1993 había transcurrido en molestas tramitaciones con las autoridades, que al parecer, simpatizaban más con la idea de establecer en Helfta un complejo deportivo, que uno religioso. Finalmente los tres párrocos promotores se animaron a contactarse directamente con el ministro de hacienda de Alemania Federal, Dr. Teodoro Waigel, católico sincero y miembro del partido de la unión socialcristiana de Baviera, y, en espera de su respuesta, a peregrinar a Asís, para orar en la misma capilla de la Porciúncula, restaurada por san Francisco en obediencia al mandato del Señor: “reedifica mi iglesia”. ¿No era la reconstrucción de Helfta, a fin del siglo XX, un signo de renovación espiritual tan necesario como había sido la de la Porciúncula en el sigo XIII?

Así fue que, gracias a la intervención personal del Sr. ministro Waigel, las puertas se abrieron y el 8 de agosto de 1994 se firmó el documento por medio del cuál la diócesis de Magdeburgo, mediante el pago de 1.391.622 marcos alemanes, se convertía en dueña de las 14 hectáreas del antiguo monasterio de Helfta. Esta considerable suma de dinero no salía de las arcas diocesanas, sino que representaba el esfuerzo de muchísimos pequeños donantes de toda Alemania; ninguna potencia financiera estaba entre ellos.

Con ello se había logrado una base material, pero inmediatamente se pensó en una nueva movilización espiritual para lograr los objetivos faltantes. Tres semanas después de la histórica compra, exactamente el 2 de septiembre de 1994, se encendió delante del sagrario de la capilla provisoria, la lámpara del Santísimo, que había estado apagada desde 450 años. Y se comenzó con un cursillo de cristiandad para hombres, al que siguieron muchos otros. Cuando, en noviembre de 1995, tuve personalmente el privilegio de celebrar la misa en esta modesta capilla de san José, me encontré con otra sorpresa: un gran cuadro de Nuestra Señora de Guadalupe, a la derecha del altar.

Y con esto podemos mencionar algunos “signos” hispánicos e hispanoamericanos involucrados en la gesta “helftiana”. En el acto de la reposición del Santísimo Sacramento en Helfta, se invocó expresamente un pasaje del “Libro de las Fundaciones” de santa Teresa de Jesús del siguiente tenor:

 “Nunca dejé fundación por miedo del trabajo, aunque de los caminos, en especial largos, sentía gran contradicción; más, en comenzándolos a andar, me parecía poco, viendo en servicios de Quien se hacía, y considerando que en aquella casa se habría de alabar el Señor y haber Santísimo Sacramento. Esto es particular consuelo para mí, ver una iglesia más” (Fundaciones XVIII, 5).

La santa reformadora carmelitana contribuyó decisivamente a la difusión de las obras de santa Gertrudis, que ella llamaba “la gran virgen alemana”, y en cuanto a América, ya  en 1609 las monjas de la Concepción de México celebraban su fiesta litúrgica, y poco después los misioneros jesuitas pusieron a una de sus misiones en el norte de México el nombre de la santa. Después de que la devoción de santa Gertrudis comenzó a difundirse también en el Perú, fue declarada segunda patrona de Hispanoamérica, junto a santa Rosa de Lima. Cuando aludía a esta circunstancia en el círculo de los amigos de Helfta, en mi visita de 1995, uno de ellos recordó que, cuando niño, al pasar, camino de la escuela, junto a las ruinas (eran los tiempos de Hitler), se había asustado al ver a un grupo de religiosas que rezaban arrodilladas en medio de la iglesia; y después se había sabido que habían venido del Perú. Vaticinios como esos hubo varios.

Pero volvamos al hecho de que, para comenzar algo así como una movilización espiritual permanente en torno a Helfta, hubo que recurrir a la españolísima institución de los cursillos de cristiandad. No es que no llegaran con creciente frecuencia grupos de peregrinación de toda Alemania, pero en cuanto a la gente del lugar, a Helfta misma, y a la vecina Eisleben, era como volver a los tiempos anteriores a San Bonifacio, el apóstol de Alemania. Significativa es una pequeña anécdota referida por uno de los “amigos”: los grupos de peregrinación con sus celebraciones y sus cantos atraían la curiosidad de los niños del vecindario, que acudían entonces y observaban con ojos extrañados aquellos espectáculos, tan inusitados para ellos. Una vez, el sacerdote les había preguntado después de la misa: “¿ustedes son evangélicos?”, “no”, respondieron los niños. “¿Entonces son católicos?”, “tampoco”, replicaron, “somos nada (nichts)”. En concreto, en la actualidad solo 8 de 100 niños son bautizados en esta región y hay 17.000.000 de ateos declarados en Alemania del Este.

La gracia de fe y de oración de los cursillistas floreció en la gracia siguiente: el día de Santa Gertrudis, el 17 de noviembre de 1994, la abadesa Assumpta de las cistercienses de Seligenstadt participó por primera vez en una eucaristía celebrada por el obispo de Magdeburgo en la parroquia de Santa Gertrudis de Eisleben, y aquella misma noche se alojó en Helfta. Al día siguiente la Madre rezó las primeras laudes monásticas en la capilla de San José. En vista de la falta de vocaciones y el envejecimiento de la propia comunidad, la abadesa no puedo prometer en aquella ocasión más que muchas oraciones; pero estas no fueron infecundas, ya que en 1996 la M. Assumpta comunicaba en que, en tres años más, ella misma encabezaría el pequeño grupo de monjas refundadoras. Mientras tanto, la diócesis de Magdeburgo y muchos voluntarios se pusieron en campaña para la reconstrucción de las ruinas de la vieja iglesia y la refacción de una gran bodega adyacente, destinada a la comunidad cisterciense. La primera piedra se puso el 1 de septiembre de 1998 y el 13 de agosto de 1999 las monjas  cumplieron su promesa, haciéndose presentes en Helfta. El día de la Presentación de la Virgen María, el 21 de noviembre del mismo año, se celebró la ya mencionada dedicación de la Iglesia y la inauguración oficial del monasterio de monjas. Ya podía comenzar en Alemania con toda propiedad, el jubileo del año 2000, la nueva evangelización de la ex “República democrática” satélite de la ex Unión Soviética.

 

Fragilidades, potencias y prepotencias

Por desgracia la larga y accidentada historia del monasterio de Helfta podría suministrar numerosísimos argumentos a la causa del feminismo más extremo. Pocas veces se ha visto una lucha más denodada de un grupo de mujeres santas e impertérritas contra los abusos de machos de distintas edades y calibres. No siempre este combate desigual de la fragilidad contra la prepotencia –laica, pero también clerical- favoreció a las “féminas”, pero “al final triunfaba el Corazón inmaculado”, como la Virgen María había predicho a los niños de Fátima.

El comienzo de esta magnifica “saga” fue la determinación del poderoso conde Bucardo de Mansfeld de hacer algo decisivo por la salvación de su alma, fundando, en la Pascua del año 1229, un monasterio “para gloria de Dios y honor de la gloriosa Virgen y Madre de Dios María”. Se encontraba cerca del castillo del conde y lo poblaron el día de san Pedro y san Pablo del mismo año, siete monjas cistercienses de Halberstadt, bajo la conducción de la abadesa Cunigunda. Poco tiempo después falleció el fundador y su viuda Isabel ingresó como monja a la comunidad. En 1234 el cenobio, para alejarse del trajín cortesano y caballeresco del castillo de Mansfeld, se trasladó a Rodersforf. En 1240 fallecía aquí Isabel, la viuda del fundador, y en 1251 también la abadesa Cunigunda. Como sucesora la comunidad eligió a la joven de 19 años Gertrudis de Hackeborn, que en los cuarenta años siguientes le daría al monasterio tanta altura espiritual como prosperidad material. Por mucho tiempo la estirpe de los Hackeborn, emparentada con la familia imperial de los Hohenstaufen, junto a la de los Mansfeld, iba a proporcionar al monasterio, bienes, protecciones y muchas vocaciones, pero infortunadamente también, disgustos y pleitos. Como la escasez de agua tronaba dificultosa la estancia de la comunidad en Rodersforf, la dinámica abadesa obtuvo de sus parientes la cesión de un terreno más conveniente en Helfta, ameno y fértil lugar al sureste de Eisleben. Aun hoy se conserva la torre de los Hackeborn, en medio del conjunto conventual. Se construyeron la iglesia y los sencillos edificios de la comunidad en un solo claustro adyacente, todo muy austero y cisterciense, lo que se llamaría en lenguaje técnico “Helfta III”. La solemne dedicación de la iglesia, el domingo siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad, 3 de junio de 1258, evidenció la importancia que el monasterio había adquirido, pues, aparte del arzobispo Ruperto de Magdeburgo y el obispo Wulfrado de Halberstadt, habían acudido los condes Hermann de Mansfeld y Burcardo de Querfurt, ambos yernos del fundador, los Hackeborn en masa, toda la nobleza de los alrededores y una muchedumbre de artesanos y campesinos. El obispo consagrante, Wulfrado, no solo había dedicado la iglesia a la “bienaventurada y siempre Virgen María Madre de Dios” y el monasterio al “bienaventurado Padre san Benito”, sino que en la primera misa también había dado el velo a varias postulantes. La afluencia de vocaciones continuó en los años siguientes, de modo que ya en 1262 la abadesa Gertrudis pudo enviar doce monjas a una nueva fundación llamada Hedersleben, recurriendo a la ayuda material y al espíritu de fe de sus dos hermanos Ludwing y Albert de Hackeborn. Esta primera y única fundación de Helfta pudo subsistir hasta los tiempos de secularización de Napoleón y sus edificios, aún intactos, pueden ser visitados actualmente por los turistas. No todas las monjas tuvieron la bendición de contar con el apoyo de sus hermanos; Sofía de Mansfeld, por ejemplo, la que posteriormente sería la sucesora de Gertrudis en el cargo abacial, tuvo que soportar la vergüenza y molestia de que el viernes santo de 1284 su hermano, el conde Gebhard, irrumpiera en la clausura de las monjas, con una banda de amigotes armados hasta los dientes y de seguro ebrios, para instalarse en el refectorio y devorar allí deliberadamente la carne de cacería que habían traído consigo. Al parecer se trataba de una especie de pesada broma de universitarios.

Igualmente pesado, aunque de motivación “espiritual” fue el injusto entredicho que fulminarían los canónigos de Halberstadt, a fines de 1295 contra el monasterio, aprovechando que la sede episcopal se encontraba vacante. Se trataba de algunos reclamos de tipo económico y sin fundamento, que las monjas rechazaron. La respuesta fue la dura sanción canónica del entredicho (“interdictum”), por medio del cuál se clausuraban las puertas de la iglesia, quedando suspendida la celebración y la reserva eucarísticas y prohibida la predicación de la Palabra de Dios. Un siglo antes, el monasterio de santa Hildegardis de Bingen había sufrido un castigo parecido, igualmente ejecutado por los canónigos. En ambos casos, las monjas supieron defenderse y soportar el dolor con heroico silencio y espíritu de fe. En esta desolación, Gertrudis supo consolar y animar a las hermanas. Afortunadamente, con la elección en 1296 del nuevo obispo, Hermann de Blankenberg, cesó la injusta discriminación.

Casi tan sensible y de efectos negativos aún más duraderos había sido la decisión del Capítulo General celebrado en el año 1228 en el monasterio del Císter, por medio de la cuál los monasterios masculinos de la Orden declaraban no querer involucrarse para nada en los monasterios femeninos. Con ello los monjes blancos habían demostrado su amor a sus observancias y su estilo de vida retirado, pero los monasterios de monjas habían quedado como huérfanos dentro de su propia Orden y librados toda suerte de atropellos e interferencias. Ninguna de las tres santas se referiría a esta circunstancia, que privaba a sus comunidades de capellanes de su misma orden. Sin embargo, Gertrudis no dejó nunca de leer asiduamente las obras del que llamaba su “padre San Bernardo” y se hizo cisterciense por cultura y convicción más que por institución. Tampoco los monjes benedictinos se aproximaron a Helfta, en cambió sí, y muy fielmente, los frailes dominicos y franciscanos.

El mundo caballeresco que rodeaba a las santas mujeres y que por turno las protegía  o las atropellaba, era la encarnación de una virilidad militante y peleadora. Para enfrentarse en sus torneos, corriendo a toda carrera en sus caballos al encuentro de su contrincante, igualmente cubierto como ellos de cota de mallas y de pesadas armaduras, y tratar de derribarlo de su montura por un tremendo choque de lanzas, y embestir después al caído con su espada, se requería estar dotado de músculos de hierro y de anchos pechos, procuradores del oxígeno necesario. Esto lo aportaban constantes ejercicios guerreros y cacerías de jabalíes, en que halcones de garras filudas y toda clase de galgos y perros bravos, constituían el trato cotidiano. Tanta bélica ascesis se compensaba a menudo con rudas comilonas, al calor de chimeneas encendidas a leña, y brindis altisonantes y groseros. En este despliegue de fuerza se complacía entonces la vanidad masculina, como en nuestros tiempos lo hace en los gimnasios y las piletas de natación. ¿Quién iba a subsistir en semejante forma de vivir, sin desarrollar brutalidad y rudo egoísmo? En ninguna otra época de la historia la diferencia entre el varón y la mujer se había acentuado tanto como en la edad media.

La mujer medieval se veía obligada a desarrollar muchas estratagemas de amor para poder sobrevivir frente al hombre. Si lograba, a golpes de amor, hacer saltar algunas chispas de aquellos acerados pechos, después debía soplar mucho para sacar algunas llamas de afecto, y solo cuando el fuego del amor comenzaba a crepitar en el corazón del dulce enemigo, podía estar más tranquila. El amor suscitado en el centro vital del varón era para ellas necesidad, autodefensa, único medio de transformación, clave pedagógica para lograr un acceso pacífico y fecundo al Adán medieval.

¿Nos ayudará a comprender mejor a las tres grandes santas de Helfta -Gertrudis y las dos Mectildis-, si decimos, en forma a primera vista irreverente, que ellas aplicaron estas destrezas femeninas a Cristo, el varón de los varones? ¿Qué ellas procedieron frente a él con esa urgencia de amor, con esa obligada y amorosa autodefensa, cuyas estrategias conocía la mujer medieval desde la infancia? ¿Qué por este motivo quizás, fueron tan sensibles al misterio del Sagrado Corazón de Jesús? Ahora bien, y con eso superamos nuestra aparente irreverencia, no fueron ellas las que “aplicaron la receta”, sino que fue el mismo Cristo, el que les reveló su accesibilidad, su disposición a entrar en aquella relación de amor “a la manera humana”. En breve: fue él quien les reveló el “respirar de su humanidad”.

 

Las mujeres del sol tranquilo y los hombres de la luz de vela vacilante

Nos hemos referido a los comienzos de Helfta III: a la elección de la abadesa de 19 años, Gertrudis de Hackeborn, a las festividades del 3 de junio de 1258, a la nueva fundación de Hedersleben en 1262. Hubo un auge subsiguiente que obligó a proceder, en 1274, a una ampliación de los edificios al doble; solo la iglesia se conservó igual. Esta etapa se conoce como el Helfta IV y constituye la base de las ruinas que, a partir de 1998, se comenzaron a reconstruir.

Pero la gloria de este tiempo no son los edificios, sino las monjas que los llenaron de vida. Todas ellas habían aprendido de su ancestra santa Escolástica la santa habilidad de desbaratar con artilugios de amor, las durezas y los esquemas del varón; todas ellas padecían, como ella, de incurable concupiscencia espiritual, como San Benito había calificado esta enfermedad. No nos referimos sólo a las tres santas “estrellas de Helfta”, Gertrudis, llamada la Grande, Mectilids de Hackeborn y Mectildis de Magdeburgo, sino igualmente a su inteligente y dinámica abadesa y al conjunto de mujeres virtuosas, sensibles y cultas que dejaron sus huellas en las cuatro principales obras místicas de las santas: el “Libro de la gracia especial”, de Mectildis de Hackeborn; “La luz fluyente de la divinidad” de Mectildis de Magdeburgo, los “Ejercicios” y “El Mensajero del amor divino” de Gertrudis Magna.

Prevalecía en la comunidad un trato amable y deferente, un aprecio mutuo nacido de una alegre humildad. Llama la atención en qué tono una se refería a la otra. Así, por ejemplo, Mectildis en el libro VI de su “Liber specialis gratiae”, hablando de su hermana la abadesa Gertrudis; la misma Gertrudis y Mectildis, al referirse a la anciana Mectildis de Magdeburgo, y en especial la monja anónima, que en el primer libro del “Mensajero del amor divino”, se explaya largamente sobre Gertrudis, en párrafos rebosantes de amable simpatía, exentos de todo rastro de envidia o rivalidad, con rendida admiración. Era el mismo tono en que se dirigía la ex beguina de Magdeburgo a las hermanas más jóvenes, para iniciarlas en las lides de la vida mística.

La primera de las tres futuras grandes místicas que ingresaría fue Mectildis (1241-1299), la hermana pequeña de la abadesa Gertrudis de Hackeborn. Dice la tradición que al visitar a los 8 años con su madre a su hermana Gertrudis, cuando el monasterio aun se encontraba en Rodersdorf (Helfta II), pidió insistentemente poder quedarse con su hermana mayor y las monjas. Gracias a los frailes dominicos, que eran los capellanes y a la constante preocupación de su hermana mayor por ella, Mectildis -como más tarde la pequeña Gertrudis- recibió una esmerada educación por medio del trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geografía, astronomía y música), habitual en la edad media, al menos para el mundo de los hombres. Por razón de su gran conocimiento de la Escritura, su talento musical y su excelente voz, Mectildis más tarde fue encargada del coro de las monjas y la escuela conventual. En calidad de tal fue la principal formadora de la pequeña Gertrudis, que a la edad de cinco años (1261) fue recibida como niña-oblata en la comunidad.

Ninguna de las dos habría alcanzado el grado de cultura y espiritualidad en que descollaron, sin la ilustrada diligencia de la dinámica abadesa Gertrudis de Hackeborn. Ella estableció para las monjas y las niñas oblatas un curso de estudios serio y variado. Impulsó con gran vigor el estudio de la Sagrada Escritura, las ciencias eclesiásticas, la lectura de los Padres de la Iglesia, ante todo de san Agustín y de los teólogos “modernos”, Alberto Magno y Tomás de Aquino, al mismo tiempo que la copia de manuscritos, sin olvidar la literatura clásica. El latín se aprendía y se escribía en Helfta con mucha soltura, pero igualmente el griego era enseñado a las alumnas más aventajadas. También la caligrafía y la pintura eran cultivadas con esmero. “Si cesara el celo por los estudios -declararía la abadesa Gertrudis- declinaría también la religión (es decir, el espíritu de fe), porque se dejaría de comprender la profundidad de la Escritura”.

De no menor altura intelectual, iluminada además por una fuerte dosis mística, era la venida en tercer lugar (1270), Mectildis de Magdeburgo. Mujer de alcurnia, que había gozado de formación cortesana, a la edad de veinte años había abrazado por decisión propia el estado de una pobre “beguina” en Magdeburgo. Eran estas mujeres, simples consagradas laicas, que vivían en comunidad un estilo de vida modesto, dedicado a la lectura y meditación de la Palabra divina, a la oración, al trabajo manual y a las obras de caridad, asesoradas por los frailes franciscanos y dominicos. No hace falta constatar que tales laicas y tal forma e vivir irritaron a los bien instalados canónicos, que lanzaron campañas contra ellas y en especial contra Mectilids, la más intelectual. Por recomendación de sus capellanes dominicanos, la abadesa Gertrudis le dio un refugio en la comunidad de Helfta.

En la santa casa, Mectildis, que ya había escrito los seis primeros libros de su obra, pudo terminar con tranquilidad su séptimo y último libro. A diferencia de Mectildis y de Gertrudis, que escribían en fluido latín, a de Magdeburgo se expresaba en antiguo alto alemán. Gustaba de conversar con las jóvenes cistercienses y les comunicaba su pasión divina. Una de sus sentencias famosas compendiaría el clima espiritual de Helfta: “lo que el ojo ve y la boca habla y la mano toca, se compara con la verdadera realidad como la luz vacilante de una vela con la tranquila luz del sol”. En efecto y en resumidas cuentas, las mujeres de Helfta eran apasionadas exploradoras de aquella “verdadera realidad”.

La monja anónima que nos habla de santa Gertrudis en el primer libro del “Mensajero del amor divino” confidencia que:

“Encantadora por la gracia, en todo sentido, que le había sido comunicada, Gertrudis atraía el afecto de todo el mundo. Su amabilidad, su facilidad para expresarse  y sus aptitudes suscitaban la admiración de todos los que se aproximaban a ella. Cuando fue aplicada a los estudios teológicos, ella se distinguió por la vivacidad de su atención y la alta calidad de su inteligencia, que la llevaban a sobrepasar a sus compañeras de estudios. Vivió los años de su juventud en pureza de corazón y “avida liberalium artium delectatione” (en la alegría de instruirse). El que la segregó desde el seno de su madre y la colocó en el “triclino monastici ordinis” (el comedor de la orden monástica) la condujo por medio de su gracia, de las cosas exteriores a las interiores, de las actividades corporales a los estudios espirituales, por medio de una revelación evidente”.

Con esto, la escritora anónima aludía al suceso central de la vida de la santa, que ella misma describiría con mucha intensidad, al comienzo del libro II del Mensajero: su experiencia, que fue al mismo tempo encuentro y conversión, constituye como en la vida de todos los grandes santos, la clave de interpretación de toda su existencia y su obra. Ella, la que cierto día había dicho: “ningún hombre me la ganará en conocimientos de teología”, se convertiría en simple enamorada del Amor. Pero sigamos la explicación de su sensible y discreta compañera de comunidad:

“Ella se dio cuenta de que había estado lejos de Dios cuando, dándose con exceso a los conocimientos humanos, había descuidado abrir los ojos de su espíritu a la luz de las verdades espirituales. Apegada al gozo de instruirse en los conocimientos humanos se había privado de saborear la dulzura de la divina sabiduría. Con esta conversión comenzó a desinteresarse por las cosas exteriores y el Señor la introdujo en el lugar del gozo y de la alegría, el monte Sión, donde despojándola del ser antiguo la revistió de su nuevo ser. Se convirtió de gramática en teóloga, rumiando sin cesar todos los libros divinamente inspirados que pudo conseguir. Llenó el cofre de su corazón con la Sagrada Escritura de modo que siempre podía contestar con una cita de la Escritura. No cesaba de insistir en el deleite de la divina consolación y en la revisión asidua de la Sagrada Escritura, que le parecía miel para la boca, melodía en el alma, júbilo en el corazón. Compuso muchos tratados florilegios, apuntes para sus condiscípulos; también agradó a los teólogos y confesores. Ella levantó la Iglesia, la robusteció, con ella brotaron los pozos de agua viva”.

Haurietes acquas” se titula significativamente la encíclica que el Papa Pío XII escribiera en 1956 sobre el misterio del Sagrado Corazón y que habría de completar con la enseñanza de la “Miserentissimus Redemptor” del año 1928 del Papa Pío XI. Y fue en Helfta que la cita de Isaías 12,3 “Beberéis aguas con gozo de las fuentes del Salvador”, fue entendida por primera vez a la luz del misterio del Corazón de Jesús. Nada de dulzón y sentimental tenía este descubrimiento central de las tres santas, a pesar de que el lenguaje de Gertrudis se tornara a veces melifluo. Muy bien sabían ellas que se trataba del Corazón traspasado por la lanza, de que el amor “se vestía con el vestido nupcial del dolor”. “Bienvenida seas, embriagante abundancia del amor de Dios; bienvenido seas, santo rigor, santa lejanía de Dios”, había dicho Mectildis de Magdeburgo en su lenguaje osado. Y “hay que saber morir con Jesús y como Jesús, es decir, por amor”.

Esto lo vivieron, no solo las tres santas individualmente sino todo el monasterio de Helfta: la desgracia y el atropello sería una constante contrapartida de su subida atmósfera mística. Después de la muerte de la abadesa Gertrudis en 1291, de la de su hermana Mectilids en 1299 (la de Magdeburgo había muerto un decenio antes, en fecha imprecisa) y la de la misma Gertrudis el 13 de noviembre de 1302, siguieron algunos años de paz, hasta que en 1342 se desencadenó la catástrofe. Al producirse la vacante de la silla episcopal de Halberstadt hubo dos pretendientes a ella: Alberto de Mansfeld y Alberto de Brunswick. El Papa se pronunció a favor del de Mansfeld, y como Helfta era considerado feudo de aquella familia, las tropas el despechado Alberto de Brunswick irrumpieron con violencia en el monasterio, entregándose al saqueo y al incendio. El mismo Alberto –airado candidato a obispo- prendió fuego al monasterio y expulsó a las monjas. El Papa Clemente VI conminó al de Brunswick a presentarse en Aviñón, pero éste no obedeció.

La familia Mansfeld le dio, a la fugitiva comunidad, en 1346, un refugio junto a los muros de Eisleben, que se llamó “Nueva Helfta” y corresponde al “Helfta V”. Esta sería más tarde la parroquia Santa Gertrudis de Eisleben. La peste negra diezmó en 1348 los dos tercios de la población monástica de Europa y cuando los efectos de esta se hubieron desvanecido, se produjo en 1525 la gran revuelta de campesinos de Alemania, en la que la Nueva Helfta fue completamente destruida. Las monjas, con su abadesa Catalina de Watzdorf, después de varias vicisitudes, se establecieron de nuevo en las ruina de la antigua Helfta. Era esto en el año 1529. La mayoría de de la familia de los condes de Mansfeld había abrazado la nueva fe luterana y Lutero mismo, irritado por esta presencia monacal en su tierra de origen, escribió un panfleto contra la abadesa, llamándola “nueva Jezabel”. Las pocas monjas que quedaban, en esta etapa que podemos llamar “Helfta VI”, fueron obligadas a aceptar un capellán protestante, y como este no lograra apartarlas de su fe católica, las conminó a asistir al servicio dominical en la cercana parroquia protestante. Aún hoy, una callecita llamada “Nonnensteg” (“sendero de las monjas”) señala el camino por el que las últimas monjas de Helfta, encabezadas por su última abadesa, Walburga Reubers, se dirigían en estricto silencio a la parroquia protestante para asistir al servicio religioso. El fin de Helfta VI, decretado contra las tozudamente católicas monjas por el conde Johann Georg Mansfeld, convertido al protestantismo y amigo personal de Lutero, en el año 1546, coincide con la muerte de Lutero, ocurrida en una casa situada en la plaza principal de Eisleben, a media hora de Helfta.

A fines de enero del mencionado año, Lutero se había trasladado de Wittenberg a Eisleben, para mediar en el conflicto de los hermanos Alberto y Gebhardo de la familia condal de los Mansfeld, que una vez más habían manifestado su ancestral belicosidad. Importantes deben haber sido para la causa del protestantismo estos Mansfeld, para que Lutero, viejo y achacoso como estaba, hiciera el incómodo viaje en pleno invierno. Muy decepcionante debe hacer sido para él, que, ni siendo el mismo padre de la “nueva fe” lograra reconciliar a sus nuevos adeptos. Una de sus últimas cartas escritas a su esposa Catalina, que se había quedado en Wittenberg, estaba fechada y firmada de su puño y letra “el día de Santa Escolástica”, 10 de febrero de 1546. Las negociaciones entre los hermanos enemigos no progresaban y Lutero expresó que el demonio se estaba burlando de El. Solía rezar todas las noches asomándose a la ventana de su dormitorio, que daba sobre la plaza del mercado, con una fuente de agua en medio de él. Un atardecer creyó ver a Satanás sentado en el brocal de la fuente, moviendo sus piernas suspendidas en el aire y mirándole con ojos burlones. Según propia confesión, estas apariciones diabólicas en diversas formas, habían sido frecuentes en la vida del reformador. Finalmente murió, después de una breve agonía en la noche de 18 de febrero de 1546,  no sin maldecir varias veces al Papa. En años anteriores, varias veces había dicho a sus amigos que en su loza sepulcral pusieran las palabras “Pestis eram vivus, moriens ero mors tua, Papa” (“En vida fui tu peste, muerto seré tu muerte, ¡oh Papa!). Pero después de que su cadáver fuera trasladados, escoltado por los dos Mansfeld a Wittenberg y enterrado en la iglesia del príncipe elector, el 22 de febrero, nadie habló más de dicho verso, sino que se puso una inscripción escueta latina que rezaba: “Cuerpo del doctor en teología Martín Lutero, fallecido en su patria de Esileben a los 62 años de edad”. El mismo día se celebraba en toda la Iglesia católica la fiesta de la Cátedra de san Pedro.

Con el decreto de disolución del monasterio de Helfta, poco después de la muerte del reformador, la propiedad volvió a pertenecer a la misma familia de los Mansfeld que 317 años antes había querido consagrar aquel lugar “a la gloria del omnipotente y alabanza de la Virgen Madre”. Habían triunfado por un tiempo los hombres a la luz de la vela vacilante, sobre las mujeres del sol tranquilo.

 

El lugar de la “verdadera realidad”: 16 y 17 de noviembre de 1995

Como fue referido más arriba, pude tener experiencias personales en un viaje peregrinación a las ruinas de Helfta seis años después de la caída del muro de Berlín y cuatro años antes de la restauración de la iglesia del monasterio por las monjas cistercienses, es decir del nacimiento de “Helfta VII”. Este viaje fue posible gracias al matrimonio de Bruno y Herta Hoffman de Colonia, que amablemente me llevaron en su automóvil. El tiempo sombrío del otoño y la fealdad de los no pocos edificios de gran volumen que rodean las ruinas de la vieja iglesia y el antiguo torreón de los Hackeborn, mitigaron mucho la primera impresión. Pero fuimos bien recibidos por la guía Sra. Regina Wels y el Sr. Johann Hermnan, que entonces estaban a cargo de la custodia del lugar y que revelaban un gran cariño por todo lo que nos mostraban. Resultó que ambos habían sido funcionarios del partido, en la época de la República Democrática de Alemania. La Sra. Wels había estado a cargo de la importante oficina de permisos para viajes al exterior, muy restringidos para los ciudadanos comunes, como se sabe. Y el Sr. Hermann había tenido la suficiente influencia en las autoridades comunistas como para impedir, en 1988, la ejecución del proyecto de dinamitar todo el complejo. No es de creer que los funcionarios comunistas supieran mucho de mística cisterciense del siglo XIII o que temieran alguna actividad contrarrevolucionaria de santa Gertrudis; pero el hecho es que, según el Sr. Hermann, no solo pensaban no dejar huella de las viejas ruinas dentro de las cuales habían levantado varios garajes, sino que también habían pretendido borrar totalmente el nombre de Helfta de la geografía, reemplazándolo por el de un anodino “Distrito 22”. Entonces el sr. Johann Hermann había resuelto cambiar legalmente su apellido en “Hermann Helfta”, logrando así que el sagrado nombre apareciese al amenos en los sobres de las cartas que le eran enviadas. Afortunadamente no tuvo que recurrir a este artificio durante mucho tiempo, ya que el régimen comunista se derrumbó por sí mismo y quedó restaurado el nombre de Helfta. Es dable preguntarse quién estaba detrás de estas acres persecuciones, si los perseguidores visibles, en este caso los funcionarios comunistas, se veían tan ignorantes en cuanto al objeto de su persecución.

La Sra. Regina Welz, por su parte, nos contó que el deseo de saber más de aquellas misteriosas mujeres de la edad media, la había llevado a averiguar le motivo por el cual ellas habían vivido así, y de este modo había descubierto la Regla de san Benito. Y por medio de ella, decía, había comenzado a entender algo de la religión cristiana. Estaba muy interesado en todo lo que se refería a la vida monástica y mientras recorríamos las diferentes dependencias y espacios abiertos, pudimos contarle algo del tema.

Preguntamos por el lugar del famoso estanque, junto a cuyas aguas y amenidad de árboles y pájaros, santa Gertrudis, en el amanecer de un día “entre la Resurrección y la Ascensión” había descubierto las maravillas de la Palabra consignada en Juan 14,23: “Di alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, vendremos a él y haremos morada en él”. El conocimiento de ese lugar se había conservado fielmente a través de los siglos, pero lo vi convertido en un pantano de aguas escasas y barrosas En los tiempos prusianos el estanque había sido usado para bañar los caballos de la hacienda, al final de la jornada, y después, en los tiempos comunistas, Kruchov había inaugurado junto a él un criadero de cerdos. Para nuestro alivio, vimos en las fotografías actuales del monasterio, otra vez el gran estanque lleno de aguas límpidas y con arbolitos nuevos, plantados en sus bordes.

La antigua iglesia de la época de Helfta III estaba conservada en sus dos terceras partes, pero carecía de techo. Felizmente estaba bien conservado el ábside, con las tres ventanas góticas, altas y alargadas, en las que santa Gertrudis veía como una imagen de la Trinidad. Actualmente esta iglesia está enteramente restaurada y las ventanas, tanto las del ábside como las de la nave,  que estuvieron durante siglos tapiadas, lucen hermosos vidrios de colores. El coro de las monjas se encuentra ahora junto al altar mayor y no al fondo de la nave como en la edad media.

Los diversos bodegones que rodean la iglesia datan de la época prusiana (1712-1918) y, aunque feos e informes desde fuera, ostentan en sus vastos interiores un vistoso maderamen, cielos rasos con vigas a la vista y bien trabajadas columnas de madera. Estos interesantes espacios serían transformados posteriormente en edificio conventual, hospedería, sala de actos, e incluso en un museo histórico. Nuestros guías nos ilustraron de las etapas de Helfta, después del cese de la vida conventual en 1546: los condes de Mansfeld habían tenido que enajenar por deudas la propiedad, apenas veinte años después de haberla arrebatado a las monjas. En la guerra de los treinta años (1618-1648), los soldados de uno y otro bando habían hecho de las suyas, en los estropeados edificios. Finalmente, aquella parte de la antigua Sajonia había sido incorporada a Prusia y el rey Guillermo había convertido Helfta en una hacienda estatal en 1712, calidad en la cual pasaron sucesivamente los tiempos prusianos, hitlerianos y comunistas. Gracias a la bien organizada burocracia prusiana, la hacienda funcionó siempre bien y se pudieron construir las vastas instalaciones de uso agrícola que duran hasta hoy. La transición entre los tiempos de Hitler y los de la República de Alemania había estado marcada por un episodio tristísimo, según nos refería Regina Welz: 40.000 prisioneros de guerra alemanes, es decir los últimos restos del ejército hitleriano, tuvieron que acampar en Helfta y sus alrededores, al aire libre, sin carpas, ni camas, ni frazada, y eso en el invierno que siguió a la capitulación de 1945. Muchos, muchísimos que se habían salvado de los últimos días de la guerra, no pudieron salvarse de los primeros días de la paz.

En los tiempos del comunismo, el nombre de esta hacienda estatal era de “Volkseigener Betrieb”, es decir “empresa de propiedad del pueblo”, o más simplemente un “Kolschose” o granja colectiva.

Pudimos entonces como reconstruir las sucesivas oleadas de descristianización que habían asolado a la infortunada Alemania del este: primero las de la revolución alemana de Lutero, en el siglo XVI. Ella aniquiló la obra de evangelización de la Orden Cisterciense, que fue la determinante en esta parte de Europa, entre los siglos XII y XV. Fueron más de 100 monasterios los construidos en el bello estilo del llamado “gótico de ladrillo”. Lutero había declarado superflua y perniciosa la vida religiosa y este era uno de los puntos centrales de su doctrina. Ella tenía también sus aspectos “folklóricos”. Después de que Lucero, con voz retumbante, había despotricado contra las idolatrías y errores de los papistas, desde su púlpito de Wittenberg, se habían juntado bandas de muchachotes protestantes para la entretenida aventura de “sacar monjas de su guaridas”. La cosa solía comenzar con una excitante destrucción de vitrales, imágenes de santos, altares y demás idolatrías papistas, y seguir con una ruidosa invasión de la clausura para decirles a las asustadas religiosas –al igual que siglos más tarde, en la revolución francesa- que estaban “libres”, que ahora podían casarse, que de nada les valían sus votos. Después, las subían a sus carros y las llevaban a las ciudades para restituirlas a la vida normal. Las más jóvenes tenían entonces la chance de encontrar algún marido, las de más edad, tenían que arreglárselas con sus parientes, si es que aún los tenían. De esta suerte terminaron todos los monasterios femeninos cistercienses en las regiones nororientales de Alemania, con sus hermosos nombres de “Mariengarten” (jardín de María), “Marienpforten” (puerta de María), “Marienstern” (estrella de María) y demás. Una de estas monjas cistercienses “rescatadas”, Catalina de Bora, se convertiría en esposa de Lutero, quien la trató siempre con afecto y bondad. Le regaló tres hijos, Hans, Martín y Paul y una hija, Margaret. Es comprensible que las cistercienses que no se habían plegado a estas operaciones reformadoras, como por ejemplo las de Helfta, fueran objeto de sus invectivas.

La segunda oleada de descristianización la trajo Prusia con sus soberanos ilustrados y admiradores de Voltaire, su burocracia eficiente e insobornable, su militarismo total. Si la revolución alemana de Lutero habría podido resumirse en el lema: “Cristo sí, la Iglesia no”, la revolución francesa daría un paso más, con su: “Dios sí, Cristo no”. Es el espíritu de Manuel Kant y de la filosofía alemana. Finalmente el siglo XIX con el triunvirato filosófico de Marx, Nitzche y más tarde Freíd, preparó la revolución del “Dios no el hombre sí”, típica de la revolución rusa y del nazismo. Esta había sido la tercera oleada, que, primero en doce años de nazismo y después en 44 años de comunismo, había pasado sobre Alemania del Este. Estas tres revoluciones, por cierto, habían también asolado otros países y otras épocas, pero en ninguna parte habían sido tan sucesivas, tan persistentes, tan sistemáticas.

Tal es el trasfondo y el desafío de la restauración de Helfta.

Capilla dedicada a santa Gertrudis

 

Mauro Matthei, osb

Abadía de la Santísima Trinidad

Casilla 27021 Santiago 27 Chile

 


[1] Este artículo fue publicado en Cuadernos Monásticos 142/3 (2002), pp. 305-320. Agradecemos al Autor y a la Dirección de la revista, la autorización para reproducirlo.