Durante este Año Santo universal hemos tratado de dar a nuestros lectores un material de reflexión sobre la fe y la esperanza, con el convencimiento de que sin estas virtudes es imposible toda reconciliación y toda renovación.
Reservamos para los dos últimos trimestres del año el tema de la caridad, del amor. La fe sin el amor es muerte. La esperanza sin el amor es precisamente la desesperación[1].
Nuestras comunidades monásticas son coherentes en la medida en que las anima un amor verdadero y oblativo. De lo contrario “mienten con su tonsura” como dice san Benito en la Regla (Cap. I).
Y la primera tarea es creer en el amor de Dios: en esa certeza, toda relación con Dios y con los hombres es lavada, iluminada, sellada.
Dice Kierkegaard:
“Lo mismo que la buena nueva del cristianismo está construida en la doctrina del parentesco del hombre con Dios, así también podemos afirmar que la tarea que él nos propone no es otra que la de asemejarnos a Dios. Mas Dios es amor, y por eso, solamente podremos asemejarnos a Dios si amamos”[2].
Viviremos plenamente el Año Santo si vivimos una conversión en el amor al amor. Pero a un amor que haya resuelto evangélicamente las aparentes dicotomías: amor a Dios, amor al prójimo; amor afectivo, amor efectivo; amor vertical, amor horizontal. Se trata de una conversión de tal índole que nos lleve del “tener amor” al “ser amor”. Que nos lleve desde las facultades operativas al núcleo de nuestra substancia. Si nuestras vidas y nuestras comunidades no pasan por este fuego purgativo no serán el Reino de Dios incoado, aun cuando brillen por su calidad humana, por su orden y por sus obras.
Cito una vez más a Kierkegaard:
“El mundo no hace sino una distinción, a saber: cuando alguien se decide a amarse sola y exclusivamente a sí mismo -cosa que, por lo demás, es muy raro que se vea- entonces, el mundo llama a esto egoísmo. Pero si aquél, en su amor propio, se decide a formar contubernio con algunos otros egoístas por el estilo, especialmente con una mayoría de estos otros egoístas, entonces, el mundo llama a esto amor. Y de aquí no hay quien haga dar al mundo ni siquiera un paso más en la determinación de lo que él entiende por amor, ya que no tiene ni a Dios ni al prójimo como común denominador de todas las definiciones del amor. Lo que el mundo alaba con el nombre de amor no es más que una sociedad en comandita del amor propio. Esta sociedad también exige sacrificios y entrega de parte de aquel que recibe el nombre de amable: le exigirá que ofrezca una parte del propio egoísmo para formar grupo con el egoísmo asociado; incluso le exigirá que sacrifique la relación con Dios para poder mundanamente formar parte de semejante asociación, que deje a Dios fuera, o a lo más, lo admita a veces como si fuera una aparición.
Por el contrario. Dios entiende por amor, el amor sacrificado, el amor que se sacrifica en el sentido divino de la palabra, el amor que todo lo ofrece para hacer lugar a Dios, incluso en el caso de que este sacrificio se haga todavía más pesado por el hecho de que no hay nadie que lo entienda...
Las cosas son así: al más alto grado de amor propio el mundo lo llama también egoísmo; al egoísmo en comandita, el mundo lo llama amor; un amor noble, sacrificado, animosamente humano, aunque no sea todavía el amor cristiano, es tomado a risa por el mundo como una necedad; pero el amor cristiano es odiado y escarnecido y perseguido por el mundo.
La relación con Dios es el signo distintivo por el que se reconoce como auténtico el amor a los hombres”[3].
Una visión exacta del amor y una coherente vivencia del mismo será nuestra gran preparación para el Donum Indulgentiae que no es sino el amor de Dios comunicándonos su pureza, su fuego que consume en nosotros todo lo que no es la gloria de Dios.
Añadimos en este N° 30 un informe sobre el Congreso de Abades benedictinos, llevado a cabo en Roma en septiembre de 1973. No es una relación completa, pero la parte que publicamos puede dar una idea del desarrollo del Congreso y de los conceptos dominantes en el mismo. Sobre todo, tendremos una pauta segura en la alocución del Santo Padre a los Abades y en las palabras del Rmo. Abad Primado.
Que la fe, la esperanza y la caridad sean las fuerzas que iluminen una recta evaluación del Congreso.
La Dirección
[1] Dice Kierkegaard: “El mandato del amor, al imperar que se ame, está prohibiendo la desesperación”.
[2] KIERKEGAARD, Obras y Papeles, T. IV. Ediciones Guadarrama, p. 131.
[3] Op. cit. pp. 214-216.