INTRODUCCIÓN A LA LECTURA DE LOS TEXTOS DEL MONACTO CRISTIANO PRIMITIVO (siglos IV-VI) [107]

9.3. Beda el Venerable[1]

Nació en torno al año 672, no muy lejos del Monasterio San Pedro de Wearmouth, donde pasaría gran parte de su vida. Dos pueblos se disputan ser su cuna natal: Monkton-on-Tyne y Sunderland, ambos en la región de Northumberland.

Muy pequeño todavía, a la edad de siete años, sus padres lo confiaron a los monjes de Wearmouth para su formación humana y cristiana. Esta comunidad monástica había comenzado su existencia en torno al año 673. Su abad era Benito Biscop (627-689). Hombre de gran cultura, mantenía una relación fluida con la Iglesia de Roma y anhelaba un cristianismo de tradición romana. Su monasterio tuvo una rápida expansión, por lo cual Biscop fundó una comunidad hermana en Jarrow, colocándola bajo el patrocinio del apóstol san Pablo (año 682). Entre ambas casas sumaban ya unos seicientos monjes al final del abadiato de Ceolfrido (642-717). Éste fue primero abad de Jarrow y, a la muerte de Benito, le sucedió al frente de ambos monasterios. Al igual que lo había hecho su predecesor, y más todavía, se preocupó por alentar la formación cultural de sus monjes, aumentando la biblioteca al doble; al tiempo que extendía las propiedades de las abadías y aumentaba su influencia sobre los Pictos. Incluso, con el vivo deseo de estrechar vínculos con la Iglesia de Roma, envió una misión a dicha ciudad.

Beda pasó gran parte de su vida monástica bajo el abadiato de Ceolfrido (688-717), y sin duda fue merced a su padrinazgo que pudo llevar a término su amplia producción literaria.

A los 19 años recibió Beda su ordenación diaconal, es decir, cinco años antes de la edad canónica. Y fue ordenado sacerdote a los treinta años, en torno al 702. Nada más sabemos del resto de su vida. A excepción de unos pocos detalles: que se dedicó con particular empeño a formar a los jóvenes monjes en la recta interpretación de las Sagradas Escrituras; que sentía poco inclinación a abandonar su monasterio; y que estuvo siempre dedicado a aprender, a enseñar, o escribir, como él mismo lo dice en su Historia Eclesiástica del pueblo inglés (V,24).

Antes del año 721, Beda se trasladó al monasterio de Lindisfarne, que será su última morada. Allí falleció el 25 de mayo de 735. Fue inhumado en Jarrow, donde la vida monástica se mantuvo hasta la invasión de los vikingos, a finales del siglo IX. Sus reliquias fueron redescubiertas e indentificadas en 1104, pero profanadas en 1541, se dispersaron definitivamente.

En cuanto al apelativo de “Venerable”, lo más probable es que se deba al hecho de ser reconocido y venerado, incluso cuando todavía vivía, como un hombre de Dios.[2]

 

Su obra[3]

La buena formación que había recbido, unida a una notable capacidad intelectual, le permitió a san Beda componer una sesenta obras: comentarios bíblicos y teológicos, relatos hagiográficos, tratados de cronología de gramática, de música, etc.

A Beda se lo conoce principalmente por su monumental obra “Historia Eclesiástica del pueblo inglés”, pero esta constituye solo una pequeña parte de su producción literaria, “y para ser bien comprendida debe ser leída a la luz de sus escritos teológicos y exegéticos… Beda mismo coloca a la cabeza de su bibliografía sus comentarios sobre la Escritura: sobre los sesenta títulos que elenca, diecinueve son comentarios bíblicos, el resto está constituido por tres textos hagiográficos, y diversos tratados… Es decir, la prioridad que le atribuye a la actividad exegética puede enregarnos la llave de su visión del mundo. Beda es, ante todo, un monje, un autor creyente que lee y relee la historia pasada y presente a la luz de la Revelación. Es así que él percibe y busca explicitar el sentido de la historia”[4].

 

Del Comentario a la Primera Carta de san Juan

“Hay que hacer notar la diferencia de vocabulario que usa Juan. De Dios dice que está en la luz. De nosotros, que debemos andar en la luz. Porque los justos andan en la luz, cuando avanzan en el bien, practicando las virtudes... Juan recuerda acertadamente que la santidad divina está en la luz, porque siempre está presente la plenitud de su bondad, y de ninguna manera puede crecer... Los frutos de la luz son la plena bondad, justicia y verdad. Dios, sin embargo, siempre existe bueno, justo y veraz sin necesidad de progresar. ‘En cambio, si caminamos en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros’. Aquí da un signo claro de nuestro progreso por el camino de la luz, si gozamos de la comunión de unos con otros, con la que adquirimos la verdadera luz. Porque si vemos que hacemos las obras de la luz y si mantenemos intactos los derechos del amor mutuo, podemos estar seguros de nuestro progreso y de que podemos ser purificados totalmente de nuestros pecados... Porque el sacramento de la pasión del Señor perdonó de una vez en el bautismo todos los pecados anteriores, y con la gracia de nuestro mismo Redentor nos perdona después del bautismo las fragilidades cotidianas. Especialmente cuando, empeñados en las obras de la luz, confesamos humildemente cada día nuestros pecados, y recibimos el sacramento de su sangre; cuando perdonando a los que nos ofenden, pedimos que se nos perdonen nuestras ofensas; cuando, recordando su pasión, soportamos gustosamente cualquier adversidad” (PL 93,87-88).

“Puesto que no podemos vivir sin pecado, la primera esperanza de salvación es la confesión, para que no pensemos que somos justos, y doblemos la cerviz ante Dios. En segundo lugar, el amor, ‘porque la caridad cubre la multitud de los pecados’ (1 P 4,8). Juan insiste en ella en múltiples pasajes de esta carta. Bellamente insiste en que al mismo' tiempo que debemos pedir por los pecados, hemos de impetrar el perdón de Dios. Y añade que Dios, que guarda la fe de su promesa, es fiel para perdonar los pecados, porque quien nos ha enseñado a rezar por nuestras ofensas y pecados, prometió su paternal misericordia y el perdón. Y dice también que es justo, porque perdona en justicia a quien se confiesa bien. ‘Para perdonarnos los pecados, dice, y purificarnos de toda iniquidad’. En esta vida perdona a los elegidos los pecados leves de cada día, sin los que es imposible vivir en este mundo. Limpia de toda iniquidad después de la muerte, introduciendo a los elegidos en aquella vida en la que ya no pueden ni podrán volver a pecar. Ayuda a los que se lo piden a superar las grandes tentaciones, para que no sean vencidos; y ayuda en las pequeñas [tentaciones] para que no les hagan daño. Purifica de todos los pecados, para que los santos nunca más puedan tener impureza alguna en el reino eterno” (PL 93,88).

“Quien intercede con su humanidad por nosotros ante el Padre, es el mismo que se ofrece con su divinidad como víctima propiciatoria al Padre... Y no solo el Señor es víctima de propiciación por aquellos a los que, todavía vivos, escribía Juan, sino también por toda la Iglesia extendida por todo el orbe. Y comprende desde el primer elegido hasta el último que nazca al fin del mundo… Por consiguiente, el Señor es víctima propiciatoria por los pecados de todo el mundo, pues la Iglesia, que Él ganó con su sangre, se extiende por todo el mundo” (PL 93,90).

“Conoce verdaderamente a Dios quien, cumpliendo los mandamientos, demuestra poseer su amor. Ciertamente en esto consiste conocer a Dios, en amarlo. Y quienquiera que no ama a Dios, demuestra a las claras que no conoce cuán amable es. Y no ha aprendido a ver y gozar cuán suave y dulce es el Señor, quien no se empeña en gozar de su presencia con un esfuerzo permanente. ‘En esto sabemos que estamos en Él’. Cuando, movidos por un delicado amor, rezamos por los enemigos, como Él mismo hizo diciendo: ‘Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen’ (Lc 23,34)” (PL 93,90).

“El Señor manda amar a los enemigos. Porque el que odia al hermano y se dice cristiano, permanece todavía en el pecado. Y añade con razón ‘todavía’, porque todos los hombres nacen en las tinieblas del pecado. Y todos permanecen en las tinieblas, hasta ser iluminados por Cristo con la gracia del bautismo. Y todo el que se acerca, con odio al hermano, a la fuente de la vida en la que renace o a beber la sangre preciosa que le redime, todavía permanece en las tinieblas, aunque piense que ha sido iluminado por el Señor. Porque, quien no se ha esforzado en llenarse de entrañas de caridad, nada hay que lo pueda librar de la oscuridad de los pecados” (PL 93,91).

“El mismo Espíritu Santo es la unción espiritual, cuyo sacramento se administra con una unción visible. Juan afirma que tienen la unción de Cristo quienes son capaces de distinguir a los buenos de los malos, sin necesidad de que nadie les enseñe, porque les enseña la misma unción. Y mientras está hablando de los herejes, dirigiéndose a sus lectores, de pronto les dice que tienen la unción del Santo. Con ello afirma que los herejes y todos los anticristos están privados del regalo de la gracia espiritual. Y también, que no pertenecen al Señor, quien fue llamado santo por los profetas, sino más bien hay que contarlos entre los ministros de Satanás, que carecen de la santidad e irán al lugar de 1a. perdición” (PL 93,94-95).

“Juan ha dicho que ninguna mentira tiene su origen en la verdad. Pero como hay una gran diversidad de mentiras, cita como una mentira especial la negación de Cristo. Porque es una mentira tan nefanda y execrable, que las demás han de ser vistas como una minucia o como que no lo son... Es propio de los judíos negar que Jesús es el Cristo. Pero también los herejes, que tienen una fe errónea de Cristo, niegan que Jesús sea el Cristo, porque no tienen la fe verdadera sobre Cristo. Y porque le confiesan, no según les enseña la verdad divina, sino como se lo imagina su vanidad. También los católicos malos, los que no quieren cumplir los mandatos de Cristo, niegan que Jesús es el Cristo. Porque no prestan a Cristo la obligación de temor y de amor debidos como a Hijo de Dios, sino que no tienen miedo arbitrariamente de aceptarlo como un hombre sin ningún poder” (PL 93,94-95).

“Juan pide la confesión del corazón, de las palabras y de las obras. Tal es la confesión que pedía el apóstol Pablo, cuando escribe: ‘Y nadie puede decir: ‘¡Señor, Jesús!’, sino por el Espíritu Santo’ (1 Co 12,3); lo cual es decir con toda claridad que nadie puede servir a Cristo con una profesión y una obra perfecta, a no ser con la gracia del Espíritu Santo” (PL 93,96)

 


[1] Seguimos a Christophe Vuillaume, osb, en su Introduction a Bède le Vénérable. Le Tabernacle, Paris, Eds. du Cerf, 2003, pp. 9 ss. (Sources Chrétiennes [= SCh] 475). Con esta entrega ponemos fin a esta extensa Introducción a la lectura de los textos del monacato cristiano primitivo.

[2] SCh 475, p. 12.

[3] SCh 475, p. 17.

[4] Ibid. Cf. Alberto Asla, La Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum de Beda el Venerable. ¿Nación, nacionalidad, nacionalismo?, en Cuadernos Medievales – Cuadernos de Cátedra 7 (22016), pp. 38-72, que en las páginas 52-54, presenta una lista de las obras de san Beda. Ver Historia eclesiástica del pueblo de los anglos, V,24.2; trad. cit., ns. 8618-8664 (de la ed. digital).