Inicio » Content » TEXTOS PARA LA VIDA MONÁSTICA CRISTIANA (88)

LOS APOTEGMAS DE LAS MADRES Y LOS PADRES DEL DESIERTO (continuación)

Letra Gamma

ABBA GREGORIO EL TEÓLOGO (NACIANCENO)[1]

1. Dijo abba Gregorio: “Dios pide estas tres cosas de todo hombre que ha recibido el bautismo: en su alma, una fe recta, verdad en la lengua y templanza en el cuerpo”.

2. Dijo también: “Para los que son poseídos por el deseo, un día es como toda la vida de un hombre”.

 

ABBA GELASIO[2]

1. Decían acerca de abba Gelasio que tenía un libro en cuero, valuado en dieciocho monedas, en el que estaba escrito todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, y quedaba en la iglesia para que lo leyese aquél de los hermanos que quisiera hacerlo. Vino un hermano extranjero para visitar al anciano, y al ver el códice, deseó tenerlo y, robándolo, se marchó. El anciano no fue en su seguimiento, aunque entendió la cosa. Entretanto, fue el otro a la ciudad y buscaba venderlo, y encontró a uno que lo quería comprar, y le pidió dieciséis monedas. Pero el comprador le dijo: “Dámelo antes, para hacerlo ver, y después te pagaré”. Se lo dio, y él lo tomó y lo llevó a abba Gelasio para que lo viera y se pronunciase sobre el precio que pedía el vendedor. El anciano le dijo: “Cómpralo, porque es bueno y vale el precio que dijiste”. Fue el hombre y al vendedor le dijo otra cosa, no lo que hablara el anciano: “Le mostré el libro a abba Gelasio, y me dijo que es demasiado, porque no vale el precio que dijiste”. Al oírlo le preguntó: “¿El anciano no dijo nada más?”. Respondió: “No”. Le dijo entonces: “Ya no quiero venderlo”. Arrepentido, fue a pedir perdón al anciano, y le rogó que aceptase el códice. El anciano no lo quería recibir. Le dijo entonces el hermano: “Si no lo tomas, yo no tendré paz”. Le respondió el anciano: “Si no vas a tener paz, entonces lo acepto”. Y el hermano permaneció en ese lugar hasta su muerte, edificado por la obra del anciano.

2. Al mismo abba Gelasio le fue legada una celda con un campo vecino por un anciano, monje también él, que moraba cerca de Nicópolis. Un campesino de un tal Vacatos, que habitaba antes en Nicópolis de Palestina, como era pariente del anciano fallecido, acudió al nombrado Vacatos y le rogaba que tomase esa propiedad que le correspondía por la ley. Entonces él, porque era violento, intentaba arrebatar por la fuerza la tierra a abba Gelasio, Pero abba Gelasio no cedía, no queriendo entregar a un secular una celda monástica. Al ver Vacatos que los animales (de carga) de abba Gelasio se llevaban las aceitunas del campo que le legaran, los tomó por la fuerza, llevando las aceitunas a su casa y apenas si devolvió los animales con sus conductores. El bienaventurado anciano no reclamaba los frutos, pero no abandonaba el dominio del campo por la razón antedicha. Indignado contra él, Vacatos que tenía además otros asuntos que tratar -puesto que era pleiteador-, marchó hacia Constantinopla, viajando a pie. Al llegar cerca de Antioquía, donde brillaba por entonces como una gran luminaria san Simeón, oyendo hablar de él -porque superaba las condiciones humanas-, quiso, como cristiano que era, ver al santo. Al divisarlo san Simeón desde la columna, apenas entró en el monasterio, le preguntó: “¿De dónde eres y adónde vas?”. Le respondió: “Soy de Palestina y voy a Constantinopla”. Le dijo: “¿Y por qué causa?”. Respondió Vacatos: “Por muchas razones, y espero, por las oraciones de tu santidad, regresar y venerar tus sagradas huellas”. Le dijo entonces san Simeón: “No quieres decir, hombre desgraciado, que vas para actuar contra el varón de Dios. Pero no te será propicio el camino ni volverás a ver tu casa. Si aceptas mi consejo, vuélvete de aquí mismo a tu lugar y arrepiéntete, si llegas vivo hasta allí”. En seguida lo tomó la fiebre, y sus acompañantes lo pusieron en una litera y se apresuraron a llevarlo a su región, de acuerdo a lo dicho por san Simeón, para pedir perdón a abba Gelasio. Pero alcanzó Berito y murió, y no llegó a ver su casa como le profetizara el santo. Esto y la muerte de su padre relató su hijo, llamado Vacatos también él, a hombres dignos de crédito.

3. Muchos de sus discípulos relataron también lo siguiente: “Les habían dado una vez un pescado, y el cocinero lo llevó al encargado después de haberlo freído. Por un asunto tuvo que salir el encargado, y dejó el pescado en un recipiente, en el suelo, y pidió al joven discípulo de abba Gelasio que lo cuidase por un momento, hasta su regreso. El niño, tentado por la gula, se precipitó con avidez para comer el pescado, Entró el encargado y lo halló comiendo, y sin considerar lo que, hacía, movido por la ira, le dio un puntapié al niño que estaba sentado en el suelo. Éste, por obra de un espíritu, murió. El ecónomo, atemorizado, lo recostó en su propio lecho, lo cubrió y fue a echarse a los pies de abba Gelasio, anunciándole lo que había sucedido. Éste, después de recomendarle que no lo dijera a nadie, mandó que cuando todos se hubieran retirado a descansar, por la tarde, lo llevara al diaconicón, lo pusiera frente al altar y se retirase. Y fue el anciano al diaconicón, y permaneció de pie en oración. A la hora de la salmodia nocturna, estando reunidos los hermanos, salió el anciano acompañado por el joven. Nadie supo lo que había sucedido, sino él y el ecónomo, hasta su muerte”.

4. Decían acerca de abba Gelasio, no sólo sus discípulos, sino muchos de los que frecuentemente acudían a él, que en tiempos del sínodo ecuménico congregado en Calcedonia, Teodosio, el que animara en Palestina el cisma de Dióscoro, adelantándose a los obispos que regresaban a sus iglesias -porque él también estaba en Constantinopla, expulsado de su patria porque era feliz suscitando tumultos-, se presentó a abba Gelasio en su monasterio, hablando contra el sínodo, como si la doctrina de Nestorio hubiera salido triunfante; de este modo juzgaba él que podría seducir al santo y atraerlo a la compañía de su error y al cisma. Pero él, por la actitud del hombre y por la prudencia recibida de Dios, comprendió su mala intención y no se unió a su apostasía, como hicieron casi todos entonces, sino que lo expulsó indignamente como correspondía. En efecto, hizo venir en medio al discípulo que había resucitado de entre los muertos y habló (al visitante) con mucho respeto de esta manera: “Si quieres discutir acerca de la fe, tienes a éste que te escuchará y dialogará contigo; yo no tengo tiempo para escucharte”. Con estas palabras, lleno de confusión, irrumpió en la ciudad santa, atrajo a su partido a todos los monjes, con apariencia de celo divino. Atrajo también a la Augusta, que se encontraba entonces allí, y de ese modo, con su ayuda, se apoderó por la violencia del trono de Jerusalén, valiéndose de crímenes, y perpetró otras cosas contra las leyes y los cánones, como hasta hoy recuerdan muchos. Después, como quien ha recibido la potestad, y habiendo conseguido su fin, impuso las manos a muchos obispos, invadiendo las sedes de los obispos que aun no habían regresado. Llamó también a abba Gelasio y lo invitó al santuario, buscando seducirlo a la vez que lo temía. Cuando hubo entrado en el santuario, le dijo Teodosio: “Anatematiza a Juvenal”. Impávido le respondió: “No conozco más obispo de Jerusalén que Juvenal”. Temiendo Teodosio que otros imitasen su celo piadoso, mandó que lo echasen de la iglesia. Los cismáticos pusieron a su alrededor maderas, amenazando quemarlo. Pero viendo que ello no le hacía ceder ni les tenía miedo, y temiendo una revuelta del pueblo, porque era hombre famoso -todo venía de lo alto, de la Providencia-, despacharon sano al mártir, que por sí mismo se había ofrecido a Dios.

5. Acerca del mismo se decía que en su juventud profesó vida pobre y solitaria. Había entonces muchos otros hombres en ese lugar, que habían abrazado con él la misma vida. Entre ellos se encontraba un anciano, de suma simplicidad y pobre, que habitaba en una celda apartada hasta su muerte, aunque tuvo un discípulo en la vejez. La ascesis de este hombre era no poseer dos túnicas, ni preocuparse con sus compañeros por el mañana, aun hasta la muerte. Cuando abba Gelasio comenzó, con la ayuda divina, a constituir su cenobio, le donaban muchos terrenos, y adquirió las bestias de carga y los bueyes necesarios para el monasterio. El mismo que reveló, en el comienzo, al divino Pacomio que organizaría un cenobio, también aquí le prestó su ayuda para toda la organización del monasterio. El anciano, viéndolo en estas cosas, y deseando salvar la caridad fraterna que por él sentía, le dijo: “Temo, abba Gelasio, que tu espíritu se ate a los campos y a las demás posesiones del cenobio”. Y le respondió: “Más atado está tu espíritu a la aguja con que trabajas que el espíritu de Gelasio a sus bienes”.

6. Decían acerca de abba Gelasio que muchas veces fue molestado por el pensamiento de retirarse al desierto. Un día dijo a su discípulo: “Hazme la caridad, hermano, de soportar cualquier cosa que hiciere, y no me hables durante esta semana”. Tomando un bastón de palma comenzó a caminar por su recinto, y cuando se cansaba se sentaba un poco, y de nuevo se levantaba para caminar. Llegó la noche y dijo a su pensamiento: “El que camina por el desierto no come pan, sino hierbas. Tú, por tu debilidad, come algunas legumbres”. Después de esto dijo a su pensamiento: “El que vive en el desierto no duerme bajo techo sino bajo el cielo; haz tú lo mismo”. Y recostándose, durmió en el patio. Pasó tres días caminando por el monasterio, comiendo por las noches unas pocas hojas de achicoria y durmiendo por las noches a la intemperie, hasta que se fatigó, e increpando al pensamiento que lo molestaba, argumentó contra sí mismo diciendo: “Si no puedes hacer el trabajo del desierto, siéntate en tu celda con paciencia, llorando tus pecados, y no vagues. Porque el ojo de Dios ve en todo lugar las obras de los hombres y nada se le oculta, sino que conoce a los que hacen el bien”.

 

ABBA GERONCIO[3]

1. Dijo abba Geroncio, el de Petra, que muchos, tentados por los placeres corporales, pecan, no con sus cuerpos sino con el pensamiento, y conservando la virginidad en el cuerpo, fornican con el alma. “Es bueno, por tanto, queridos, cumplir lo que está escrito, y cada uno conserve su corazón con toda vigilancia”.

 


[1] Gregorio nació hacia 329/330, en Nacianzo o en Arianzo (una aldea próxima al lugar donde su familia tenía propiedades). Su madre era cristiana, en tanto que su padre -Gregorio el anciano- se convirtió y fue elegido obispo de Nacianzo poco antes de nacer Gregorio. Gregorio frecuentó las escuelas de Cesárea de Capadocia, Cesárea de Palestina, Alejandría y Atenas, donde se relacionó con Basilio. Regresó a Capadocia hacia 358, recibió el bautismo probablemente ese mismo año y decidió consagrarse a la “filosofía monástica”, pero sin decidirse a dejar su familia para unirse a Basilio, con excepción de breves períodos. Su padre lo mandó llamar en 361 y lo ordenó sacerdote, a pesar de no ser ese su deseo; aunque intentó escapar de su nueva responsabilidad, huyendo junto a Basilio, regresó para Pascua del 362. En el 372, san Basilio, como parte de su plan de política religiosa, lo obligó a aceptar la sede episcopal de Sásima, una estación postal a la que Gregorio, profundamente dolido por la maniobra de su amigo, se negó a trasladarse. En 374, tras la muerte del padre (su madre, Nonna, falleció poco después), administró por poco tiempo la diócesis de Nacianzo, en espera de la designación del nuevo obispo, pero se retiró en seguida a Seleucia de Isauria. Con la muerte del emperador Valente (378), los nicenos cobran nuevas esperanzas de prevalecer. La sede de Constantinopla estaba en manos de los arrianos desde el 351; para reagrupar la pequeña comunidad ortodoxa según la línea trazada por Basilio (que ya había fallecido) se recurrió a Gregorio, que puso su sede en un pequeño santuario: la Anástasis. En 381, el emperador Teodosio convocó un concilio en Constantinopla (el concilio que luego será catalogado como segundo ecuménico), en el que no estuvo representado el papa Dámaso. El obispo Melecio de Antioquia, que lo presidía, procedió a regularizar la situación canónica de Gregorio en la sede constantinopolitana. Pero poco después murió repentinamente, y entonces Gregorio, elegido como presidente del concilio, mostró su desacuerdo con la fórmula de fe que se proponía. Propugnaba una declaración inequívoca de la divinidad y de la consustancialidad del Espíritu santo. Un problema espinoso era la sucesión del fallecido obispo de Antioquía. Gregorio propuso el reconocimiento de Paulino para la sede, pero no hubo consenso. Y la llegada de los obispos de Egipto y Macedonia no hizo sino encender las disputas. Se llegó a poner en duda la situación del mismo Gregorio en Constatinopla. Éste, que buscaba una ocasión para renunciar, no tardó en comunicar su dimisión al emperador. Al cabo de dos años pasados en Nacianzo, donde continuó administrando esa Iglesia, hizo elegir como obispo a su primo Eulalio (383), y se retiró definitivamente a su propiedad de Arianzo. Murió posiblemente en el año 390. “Al igual que su amigo san Basilio, Gregorio fue admitido a figurar al inicio de un capítulo de la serie alfabética de los apotegmas. Y recibió también el título de abba. Las dos sentencias atribuidas a él se aplican a los cristianos ejemplares sedientos de Dios, tal como lo eran los ancianos egipcios” (Sentences, p. 70).

[2] “Gelasio abrazó la vida anacorética en su juventud, y fundó luego un monasterio cenobítico en los alrededores de Nicópolis, en Palestina, hacia mediados del siglo V. Su santidad y sus milagros lo hicieron célebre, pero él se distinguió también por su firme adhesión a la fe ortodoxa. Con san Eutimio fue, en efecto, uno de los pocos abades palestinenses en aceptar el Concilio de Calcedonia y rehusarse a reconocer el obispo intruso de Jerusalén: Teodosio” (Sentences, p. 70).

[3] Se trata de un monje de Petra de quien no conocemos sino esta sentencia, y no de abba Geroncio quien fuera, en la primera mitad del siglo V, capellán de santa Melania en el Monte de los Olivos y más tarde su biógrafo (cf. Sentences, p. 75).