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3. Reglas monásticas latinas anteriores a la Regla de san Benito
 
 
IX. La Regla del Maestro (continuación)
 
Tema (continuación)
 
Comentario al Padre nuestro
 
1Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6,9). 2Vean, por tanto, hermanos, si ahora encontramos a nuestra madre en la Iglesia, y si nos atrevemos a llamar padre al Señor de los cielos, entonces ya es justo que abandonemos al padre terreno y a la madre carnal (Mt 19,29)[1], 3no sea que obedeciendo a dos clases de padres, no sólo ofendamos a los ciudadanos, sino que por no haber dejado los parientes carnales, seamos juzgados hijos adulterinos nacidos de dos padres diferentes. 4Porque por el leño de la ofensa (cf. Gn 3,11) nuestra nación descendió del paraíso al seno, del seno al mundo, del mundo hasta el infierno[2], a no ser que, nacidos de nuevo (Jn 3,5) por el bautismo y restablecidos por el leño de la cruz, hubiera actuado la pasión del Señor para que resurgiéramos, 6entrando de nuevo por gracia en aquel paraíso de donde había sido expulsado por la ofensa con libre arbitrio. 7Porque el Señor quebrantó aquel aguijón de la muerte que reinaba en nosotros (1 Co 15,56; Rm 5,14), cuando Cristo nos procuró el refugio de su cruz. 8Y después de restituirnos la gracia de su adopción, no cesa además de invitarnos al reino de los cielos. 9Por eso dice la voz del Señor: Si observan mis mandatos, yo seré para ustedes un padre y ustedes serán hijos para mí (Jn 15,10; 2 Co 6,18; cf. 2 S 7,14). 10Puesto que, aunque indignos, sin embargo por el conocimiento de su bautismo, nos atrevemos incluso a llamarlo padre en la oración. 11Y por eso es necesario que participemos de su pasión, para que merezcamos ser coherederos de su gloria (1 P 4,13; Rm 8,17).
 
12Por tanto, diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos (Mt 6,9)[3], mostrémonos ahora tales, hermanos, que Dios quiera tenernos por hijos, 13y que la divinidad grabe dignamente en nosotros el nombre de hijos, cuando vea que nuestra voluntad no es diferente de su voluntad. 14En efecto, para ser verdadero hijo hay que asemejarse al padre no sólo por el rostro, sino también por las costumbres.
 
15Por tanto, después de haber merecido decir: Padre nuestro, que estás en los cielos, proseguimos entonces en la oración diciendo: Santificado sea tu nombre (Mt 6,9). 16No porque deseamos santificar su nombre, que es santísimo desde siempre y por siempre (cf. Ne 9,5)[4], sino más bien para que Él mismo lo santifique por las buenas acciones de sus hijos[5], 17para que el padre y Señor (ponga) su tabernáculo santo en nuestros espíritus[6] y haga habitar (en él) al Espíritu Santo (cf. Sal 45 [46],5; Rm 8,11), 18para que Dios ayude nuestros corazones con su mirada[7] y los custodie siempre con su presencia (cf. Sal 45 [46],6; Flp 4,7).
 
19Después decimos: Que venga tu reino (Mt 6,10). 20Vean hermanos, he aquí que deseamos que venga el reino de Dios y además rogamos que se apresure su juicio, y todavía no tenemos preparadas nuestras cuentas. 21Así, por tanto debemos obrar en todo momento de modo que nuestro Señor y padre nos reciba después; 22y que, complaciéndole cada día por las buenas acciones (hechas) ante Él, nos saque de entre los cabritos (colocándonos) a su derecha e introduciéndonos en el reino eterno (Mt 25,32-33); 23para que conozcamos en el futuro juicio un juez propicio, a quien en el siglo presente nos atrevimos a llamar padre.
 
24Después decimos: Que se haga tu voluntad así en la tierra como en el cielo (Mt 6,10). 25En esta frase, hermanos, se hace referencia al estado de libre arbitrio en nosotros. 26Y aquello nocivo que la persuasión de la antigua serpiente introdujo en nosotros es amputado, si queremos, cuando se realiza en nosotros la voluntad reparadora del Señor, 27como dice el apóstol: De modo que no hagan lo que quieran (Ga 5,17). 28En efecto, lo que el elige el espíritu (es) que se cumpla la voluntad de Dios en nosotros, para que el alma ya no haga cualquier cosa a que la persuade la concupiscencia[8] con la carne depravada[9]. 29Oramos, por tanto¸ para que se haga en nosotros la voluntad del Señor[10]. 30Si, entonces, siempre se cumple en nosotros su voluntad, en consecuencia no hay (voluntad) propia, que, examinada sobre sus faltas, sea condenada en el día del juicio. 31La voluntad, por tanto, del Señor es santa. 32Le es dado juzgar sin temor de ser juzgada. 33Esa voluntad suya, a quienes la cumplan, se les promete que juzgarán también a los ángeles (1 Co 6,3).
 
34Esta santa voluntad, nuestro Señor y salvador, nos la muestra en su propia conducta[11], para cortar en nosotros el libre arbitrio de la carne, diciendo: No vine a hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió (Jn 6,38). 35Y de nuevo en su santa pasión dice: Padre, si es posible, aparta este cáliz de mí (Mt 26,39).36Pero esta voz de temor en el Señor era la de la carne que había revestido, mostrándonos que los actos de la vida siempre deben ser examinados con cuidado, porque hay que temer el advenimiento de la muerte. 37Y además era una pregunta que el Señor dirigía al Padre: si lo que queremos de nosotros puede cumplirse en nosotros, o si lo que no queremos se nos puede imponer justamente contra nuestro deseo. 38De donde en lo subsiguiente (tenemos) el modelo de la fidelidad con la que el Señor se entrega a la voluntad del Padre diciendo: Pero no como yo quiero, sino como tú quieres (Mt 26,39). 39Y todavía agrega: Si este cáliz no se puede apartar de mí sin que lo beba, que se haga, con todo, tu voluntad (Mt 26,42). 40Vean, por tanto, que cualquier cosa que elegimos por nuestra voluntad, se reconoce injusta; y lo que se nos impone justamente contra nuestro deseo por quien nos manda, es un beneficio para nuestra rendición de cuentas. 41Porque del mismo modo que el hombre no puede ver su rostro, dirigiendo los ojos sobre sí mismo, igualmente no puede ser su propio juez, sino (sometiendo) justamente lo que ve al juicio de otro. 42Puesto que si nadie puede ver su rostro, ¿cómo pude probar que su voluntad es justa, sino (sometiendo) al juicio de otro lo que vemos en nosotros? 43¡He aquí, hermanos, cuánta bondad trae el Señor para nuestra reparación y qué camino de salvación nos ha mostrado en nuestro error, 44nos ha mostrado en su Hijo unigénito lo que buscaba realizado en sus servidores!
 
45Que se haga tu voluntad en el cielo como en la tierra (Mt 6,10). 46Cuando dice “en el cielo”, podemos interpretar rectamente, hermanos, que así como la voluntad del Señor es santamente cumplida por los ángeles en el cielo, así también “en la tierra” misma se desea que el mandamiento de Dios se cumpla en los hombres carnales gracias a los profetas y los apóstoles, 47para que, según lo que dice la santa escritura, en uno y otro elemento, esto es en el cielo y en la tierra, el Señor reine también en nosotros por sus mandatos, y que haya un solo pastor y un solo rebaño (Jn 10,16).
 
48Igualmente podemos comprender espiritualmente aquello que ha dicho: Que se haga tu voluntad en el cielo (Mt 6,10), 49es decir, como en su Hijo nuestro Señor, porque (Él) descendió de los cielos para cumplir la voluntad del Padre, como dice el Señor mismo: No vine a hacer mi voluntad, sino la del que envió… (Jn 6,38; cf. 1 Co 15,47). -50Ves, por tanto, si el mismo Señor nuestro salvador muestra que ha venido no para hacer su voluntad sino para cumplir las órdenes del Padre, ¿cómo yo, mal servidor, puedo creer justo hacer mi voluntad[12]?-. 51Respecto de lo cual dice también el apóstol: ¿Quién es el que ascendió, sino el que también descendió a los abismos de la tierra? (Ef 4,9). 52Porque dice asimismo “y en la tierra”, esto es, en la máquina que es nuestro cuerpo, formado del barro de la tierra, sobre el que dice la sentencia de Dios: Eres tierra y a la tierra volverás (Mt 6,10; Gn 2,7; 3,19). 53De modo semejante se pide que la voluntad del Señor se cumpla justamente por nosotros, para que se realice cotidianamente en nosotros la voluntad del Señor y no se encuentre voluntad propia, que en el juicio futuro sea condenada al castigo, sino que esté en nosotros la voluntad del Señor que será coronada de gloria.
 
54Luego sigue la oración diciendo: El pan nuestro de cada día dánoslo hoy (Mt 6,11). 55Así, hermanos, cuando hayamos realizado cada día la mencionada voluntad de Dios sin falta y hayamos cumplido en el temor del Señor todos los mandamientos, 56seremos dignos de pedir como obreros suyos que nos conceda el alimento, porque no niega su salario al asalariado digno (Lc 10,7; 1 Tm 5,18; Dt 24,14).
 
57Después decimos: Perdona nuestras deudas, como nosotros también perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12). 58Hermanos, al rezar esto temamos mucho, no sea que el Señor nos responda a estas palabras de nuestra oración diciendo: Se los juzgará con el juicio con que han juzgado, y la medida con que midieron se usará con ustedes (Mt 7,2). 59Y mira, cuando pides esto, si lo que no quieres que te hagan, no lo has hecho a otro (Mt 7,12; Tb 4,16). 60Por tanto, antes de escuchar estas palabras del Señor, hermanos, primero escrutemos nuestro corazón, para ver si también es justo lo que pedimos al Señor, para que no hayamos negado a los que nos pedían. 61Nosotros pedimos que se nos perdonen nuestras deudas. Dios escucha y quiere perdonar, pero si antes nosotros perdonamos a quienes nos lo piden. 62¿Puedo dudar, yo hombre miserable (Rm 7,24), que la retribución divina no corresponde a mis buenas obras? 63Mira, reconoce y considera, oh hombre miserable, ¿acaso eres más bondadoso que Dios[13]? 64¿Quién al imponerte algunos deberes de justicia y de piedad, además de la recompensa y los dones que te otorga, (permite) que seas tú mismo el beneficiario de lo que haces? 65Porque nada hay que el Señor no tenga en su poder, nada tuyo disminuye su fuerza o le falta en su gloria. 66Lo único que (quiere) es nuestra salvación, que nos la provee con su gracia, a pesar de las perdidas que le ocasionamos por nuestra negligencia.
 
67Después decimos: Y no nos dejes caer en la tentación (Mt 6,13). 68Estas palabras, hermanos, nos amonestan fuertemente a ser solícitos. 69Y por tanto debemos rogar a Dios y con frecuentes gemidos golpear más nuestros corazones que nuestros pechos, para que el Señor no nos deje, a sus servidores, sin su auxilio en todo momento; 70para que nuestro adversario el diablo, que nos ronda continuamente como un león, buscando devorar a alguno de nosotros (cf. 1 P 5,8), no tenga poder o acceso, y busque corromper nuestros corazones con sus depravadas insinuaciones. 71Por tanto, hay que orar al Señor incesantemente, para que la protección de su ayuda se digne rodearnos con el muro de su gracia y haga inaccesibles en nosotros con su fortificación los accesos de la tentación[14], 72para que no permita que la obra de sus manos[15] padezca la cautividad y ceda a la esclavitud del enemigo; 73aún cuando si damos nuestro consentimiento voluntariamente a las tentaciones del susodicho enemigo[16], 74y si nos reducimos a nosotros mismos a la servidumbre, comencemos más a desear nuestro enemigo que a huirle.
 
75Seguimos entonces completando la oración diciendo: Mas líbranos del mal (Mt 6,13). 76Hermanos santísimos, Dios quiere cumplir en nosotros esto antes que se lo pidamos, porque Él es poderoso y nada le es difícil, pero si nosotros lo merecemos. 77Porque Él no quiere que se caiga nuestro edificio[17], que Él mismo construyó con sus manos. 78Por eso se apresura a sacarnos de la trampa, si no le damos voluntariamente nuestro consentimiento a las sugestiones del enemigo (cf. Sal 30 [31],5), 79sino que rogamos incesantemente al Señor, para que nos conceda el auxilio de su gracia (y) dignamente podamos decir: Porque el Señor está a nuestra derecha, no vacilaré (Sal 15 [16],8), 80y seguros del Señor repitamos de nuevo: No temeré el mal, porque tú estás conmigo (Sal 22 [23],4). 81De modo que quien en el principio de esta oración nos enseñaba atrevernos a llamar padre al Señor, por su gracia, así también en el final de la oración se dignará librarnos del mal. Amén.
 
  

[1] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor 9; Sobre la unidad de la Iglesia católica 6; Epístola 74,7,2.
[2] Cf. Passio Sebastiani, 11.
[3] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor 11.
[4] Ab aeterno et usque in aternum.
[5] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor 12.
[6] Mentibus.
[7] Vultu suo.
[8] Concupiscens.
[9] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor, 16.
[10] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor, 14 y 16.
[11] Per formam faciendi in se.
[12] Cf. Cipriano, Sobre la oración del Señor, 14; Historia monachorum, 31.
[13] Vissio Pauli 40.
[14] Cf. Passio Iuliani 11 (para los vv. 69-71).
[15] Plasmam facturae.
[16] Optamos por leer con I. M. Gómez nos ultro en vez de non ultro.
[17] Macinam.