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San Macario, monje: Carta a sus discípulos[1]

Introducción

La Carta de san Macario de Egipto a sus discípulos, por varios motivos, reviste una gran importancia. Junto con los apotegmas, la Carta es la única obra literaria que, con buena probabilidad, se puede considerar auténtica. Por otra parte, su contenido enfrenta un tema central: la relación entre los esfuerzos del asceta y el auxilio divino en el camino espiritual. Y enfrenta este tema antes del inicio de la controversia pelagiana, es decir, sin las interferencias polémicas que frecuentemente deforman y rigidizan las doctrinas. Otro motivo de interés es la amplia difusión del escrito, especialmente, en Occidente.

I. Autor y características textuales de la carta

San Macario de Egipto[2], llamado también el Grande, nació hacia el año 300 en una aldea del alto Egipto, sus principales datos históricos los encontramos en la Historia Lausiaca. Luego de advertir la existencia de dos Macarios, Paladio afirma: «Primero hablaré del de Egipto, que vivió 90 años. De ellos, vivió 60 años en el desierto, al que llegó joven, de 30 años. Poseía tal discernimiento que fue llamado el niño-anciano (paidariogevronta). Por ello hizo rápidos progresos. Teniendo 40 años recibió la gracia de expulsar espíritus, de sanar y de predecir. Fue juzgado digno del sacerdocio» (Hist. Laus., 17). La Historia Monachorum y los Apotegmas nos enseñan que Macario fue discípulo de san Antonio (Rufino, Historia Monachorum, 28; Apotegmas, 457; 479). Se retiró al desierto de Escete, volviéndose el héroe espiritual de dicha colonia monástica, fundada por Ammón. Durante la crisis arriana sufrió un breve destierro y falleció el año 390. La tradición posterior ha confundido la memoria de Macario de Egipto con la de su contemporáneo y homónimo, Macario de Alejandría[3].

El texto no posee la forma epistolar. No se encuentran ni los saludos, ni las despedidas, habituales en una carta. Por otra parte, el escrito siempre se mantiene en el ámbito de la generalidad: casi no aparecen características propias del autor, ni hay referencias específicas al destinatario, se habla genéricamente «del hombre». Pero, en este carácter forzadamente genérico, se percibe que el autor, sin decirlo, habla de sus propias experiencias. Dom Wilmart considera que se trata, más bien, de un discurso espiritual que tiene por objeto instruir y animar a los candidatos a la vida ascética. El género más próximo al de nuestro opúsculo es el de los Apotegmas, es decir un tipo de literatura rudimentaria que busca poner por escrito las palabras y obras edificantes protagonizadas por los maestros espirituales. Según A. Wilmart, la Carta pudo ser un apotegma que, por sus dimensiones, circuló independientemente de las colecciones. A. Louf, por su parte, afirma que puede ser un conglomerado de pequeñas sentencias que insisten en el mismo esquema, ordenadas por un redactor final, de acuerdo a un plan preciso. El tipo de prácticas espirituales y de tentaciones, sugieren «el eremitismo mitigado del Egipto septentrional, un medio amorfo, sin “regla”, donde el alma, abandonada a ella misma y a Dios, no encuentra otra guía que la enseñanza de los ascetas experimentados»[4].

La tradición manuscrita es constante en atribuir el opúsculo a san Macario. Más tarde, Genadio en su De viris illustribus, atribuye al monje de Egipto una obra que, sin duda, se identifica con la nuestra: «Macario, aquel de Egipto, se distinguió por sus milagros y virtudes; escribió una sola carta, que la dirigió a los más jóvenes de su profesión. En ella se les enseña que puede servir a Dios perfectamente quien, conociendo su condición de creatura, se dedique a toda clase de trabajos y, luchando contra todo lo que es agradable en esta vida, implorando al mismo tiempo la ayuda de Dios y logrando también la pureza natural, obtenga la continencia, como un don merecido de la naturaleza»[5]. Por otra parte, cabe destacar la semejanza doctrinal de la Carta y de los apotegmas y otros textos que llevan el nombre de Macario de Egipto. Por estos motivos, A. Wilmart y A. Louf son partidarios de la autenticidad del escrito, mientras J. Quasten y J. Gribomont expresan sus reservas[6].

La tradición manuscrita del presente opúsculo es difícil de reconstruir. A. Wilmart supuso un original griego, hasta entonces perdido; mientras A. Louf se pregunta si acaso el original es copto. En todo caso existen varias traducciones antiguas. Hay una antigua versión griega, una traducción siríaca, otra armenia y, naturalmente, la antigua traducción latina, editada por Dom A. Wilmart. El texto latino sirve de base a la presente traducción española. La versión latina debe datar de la primera mitad del siglo V, puesto que Genadio de Marsella, hacia el 470, hace una clara referencia a ella. El estilo de la versión es duro y monótono, ello obliga al traductor a tomarse algunas libertades, en especial en lo que se refiere a la consecutio temporum. En todo caso, sin descuidar el cursus de la lengua española, se ha preferido una versión más bien literal, lo que exige una mayor atención por parte del lector.

II. Contenido de la Carta

Se trata de un pequeño tratado que traza un itinerario de progreso espiritual, desde el comienzo de la búsqueda de Dios hasta la posesión del Espíritu Santo: el Señor, por múltiples caminos, conduce al hombre a reconocer su total dependencia del Creador.

Tal vez, lo más característico del opúsculo son las diversas estrategias asumidas por Dios y por los enemigos, con el fin de conquistar al hombre. Tal es así, que los protagonistas del drama son, en primer lugar Dios, luego, los enemigos, y solo en tercer lugar el hombre. Estas estrategias se adaptan a la situación específica del cristiano. Es decir, Dios y los enemigos actúan de modo diverso según el estado espiritual del hombre, por esto, el eje del tiempo tiene una gran relevancia en la trama del escrito. Esto se manifiesta en la abundancia de adverbios y conjunciones de valor temporal (tunc; post; cum). La acción de Dios se adecúa a la situación concreta del hombre al que quiere beneficiar, por ello, el tono hipotético es dominante en el texto[7].

Por causa de la diversidad de las situaciones, Dios actúa diversamente, al punto que se le atribuyen acciones contrarias: Dios concede al hombre el arrepentimiento (§ 1), luego lo prueba (§ 4), y después lo conserva inmaculado (§ 7); Dios concede la capacidad de superar a los enemigos (§ 9), pero también concede que los enemigos lo ataquen (§ 10); y, sobre todo, el mismo Dios envía al hombre la fuerza santa (§ 9), luego, gradualmente, se la quita (§ 10), más tarde, le envía la fuerza santa (§ 11), pero, por el desprecio, la fuerza que le había sido conferida, se aleja (§ 15), finalmente, si se convierte, la protección de Dios descansa sobre él (§ 15). Esta curiosa «estrategia» propone el problema de la bondad divina: Si Dios es bueno, ¿por qué quita al hombre la fuerza santa, que lo asistía?, si es bondadoso, ¿por qué concede a los enemigos que lo ataquen?, y ¿por qué prueba al hombre? Estas interrogantes explican la insistencia del autor en la bondad de Dios. Esto se hace evidente en los apelativos divinos: el buen Dios (§ 1); por su bondad (§ 2); el buen Dios (§ 7); el Dios bueno y misericordioso (§ 9); el Dios bueno y clemente (§ 10); el Dios amante de los hombres, que se preocupa de su creatura (§ 11); el buen Dios (§ 12). Justamente, ante un actuar tan paradójico de Dios, se hace necesario insistir en su bondad. En definitiva, la bondad divina se muestra en que todas estas estrategias, por duras que sean, tienen por objetivo el beneficio del hombre.

Dios busca beneficiar al hombre con el don del Espíritu Santo[8], posibilitando así la vida virtuosa. Pero este don contiene un riesgo: el hombre puede pensar que la vida virtuosa que lleva es fruto de sus propias fuerzas. Para evitar eso, Dios le quita al hombre la fuerza santa con que lo asistía y le permite así experimentar su fragilidad. Cuando el hombre no puede más ante los ataques del enemigo, entonces Dios vuelve a enviarle el Espíritu Santo (§ 9); y una vez que su corazón se hace más fuerte que sus enemigos, entonces Dios le quita su auxilio, para que experimente su fragilidad, hasta que se parezca a «una nave sin capitán que se estrella aquí y allá contra las rocas» (§ 11). Dios nuevamente lo fortalece, pero si el hombre no valora el don del Espíritu Santo, el auxilio divino se aleja de él y queda a merced de los enemigos (§ 15), pero, si se convierte, nuevamente recibe la protección de Dios. Estas experiencias de la propia fragilidad conducen al hombre a comprender que solo Dios es el que da la fuerza (§ 12) y a reconocer que en Dios está su vida (§ 16). En otro documento, San Macario invita a arrojarse ante Dios, a no poner la confianza en uno mismo, sino a esperar en el auxilio divino, puesto que, en verdad, es Dios quien nos salva, y luego afirma: «Somos débiles y sabemos que el auxilio viene de Nuestro Señor Jesucristo»[9]. También en los Apotegmas encontramos una oración, en labios de Macario, que dice: «Oh Dios, tú sabes que no puedo más»[10].

Se destaca también un rasgo característico de la antropología espiritual alejandrina, a saber, la inestabilidad moral del hombre: aún el más experimentado, aquél que ha establecido una alianza con el Espíritu Santo, es susceptible de despreciar el don de Dios y perder el auxilio divino; pero, si se convierte, es también capaz de volver a recibirlo. Este combate espiritual es iluminado por la revelación de las realidades futuras, es decir, los castigos propios de los pecadores y los bienes celestiales que aguardan a los santos (§§ 3.13).

Una estrategia análoga se observa en el modo de actuar de los enemigos. Las tentaciones sugeridas también son contradictorias. En un momento recuerdan al hombre sus muchos pecados y le preguntan: ¿Cuántos pecados te pueden ser perdonados por Dios? (§ 4), pero, a continuación, le sugieren la tentación contraria, le dicen: Sin duda pecaste, pero hiciste penitencia; ya eres santo (§ 5) y procuran que algunos hombres lo alaben (§ 6). Es decir, por una parte, intentan conducir al asceta a un estado de desánimo (hoy, tal vez, lo llamaríamos, depresión), mientras, por otra, pretenden hacerlo caer en la autocomplacencia y en la vanagloria. Además, a veces, le hacen ver la dificultad de conducir una vida virtuosa (§§ 4.8.9), mientras, en otras ocasiones, lo incitan a realizar hazañas ascéticas que no es capaz de sobrellevar; y lo que es más sorprendente, le conceden la fuerza para llevar esto a cabo (§ 6).

Entre las tentaciones sugeridas por los enemigos, una es característica de este escrito: «La largura del tiempo». En diversas ocasiones, los enemigos recuerdan al asceta que el tiempo es largo: ¿Cuánto tiempo podrás soportar este esfuerzo? (§ 4); la vida virtuosa parece imposible, justamente, por la largura del tiempo (§ 8). En contraste con la Escritura que, declara que la vida es breve, los enemigos insisten en que la vida es demasiado larga. Junto a ésta, se encuentran las tentaciones clásicas: la falta de confianza en el perdón divino (§ 4), la fragilidad de la naturaleza (§§ 4.8), la vanagloria (§§ 5.6.10), la falta de medida en la vida ascética (§ 6), las concupiscencias de la carne (§§ 8.10.15) y la dificultad de las virtudes (§ 8).

Llama la atención que la identidad de los enemigos se va haciendo más explícita en la medida que se desarrolla el escrito. En un primer momento, se habla genéricamente de «los pensamientos». Se trata de «pensamientos» que revisten, como en algunos apotegmas[11], características personales: sugieren tentaciones (§§ 4.5), se encargan que el asceta sea adulado y conceden la facilidad para realizar obras excesivas (§ 6); más tarde, se explicita que se trata de «malos pensamientos», también con rasgos personales (§ 8); y, finalmente, se habla, de modo manifiesto, de «los enemigos» (§§ 9.10).

En resumen, el mensaje central de la Carta es el siguiente: la fidelidad es un don que Dios concede a aquellos que, por el reconocimiento de su propia fragilidad, se disponen a recibir este don. En definitiva, la experiencia espiritual de Macario se puede comparar a la de aquél que escuchó: «mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», y que por ello exclamó: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).

 


[1] Introducción, traducción y notas del P. Samuel Fernández E., sacerdote de la arquidiócesis de Santiago de Chile, que se ha especializado en patrística. Publicada en Cuadernos Monásticos n. 126 (1998), pp. 315-321.

[2] Cf. A. Wilmart, La Lettre spirituelle de l’Abbé Macaire, Revue d’Ascétique et de Mystique, I (1920) pp. 58-83; A. Louf, Saint Macaire l’Egyptien. Lettre a ses fils, en Lettres des Pères du désert (Spiritualité Orientale, nº 42), Abbaye de Bellefontaine 1985, pp. 61-81; J. Quasten, Patrología, (BAC 217), Madrid 1985, vol. II, pp. 176-183; J. Gribomont, Macario de Egipto en Diccionario patrístico y de la antigüedad cristiana, Salamanca 1992, p. 1329. Los Apotegmas de Macario se encuentran en PG 34, cols. 236-261, para la traducción española, ver M. Elizalde (Ed.), Los dichos de los Padres del desierto. Colección alfabética de los apotegmas (Orígenes cristianos, nº 4), Buenos Aires 1986, pp. 140-153 (los Apotegmas serán citados de acuerdo a la numeración continua de la colección alfabética).

[3] Cf. J. Guillaumont, Le problème des deux Macaires, Irénikon 48 (1975) pp. 41-59.

[4] A. Wilmart, o.c., p. 60.

[5] Genadio en su De viris illustribus, c. 10 (PL 58, cols. 1065-1066).

[6] Cf. A. Wilmart, o.c., pp. 60-63; A. Louf, o.c., pp. 63. 65: «La lettre à ses fils, qui a toutes les chances d’être authentique... La paternité du Grand macaire d’Égipte, universellement attestée par les manuscrits, semble aussi pouvoir être maintenue aux yeux de la critique»; J. Quasten, o.c., p. 181: «Su autenticidad no es segura en absoluto»; J. Gribomont, o.c., p. 1329: «La Carta espiritual del abad Macario... podría ser atribuida a Macario el Grande».

[7] La estructura básica es la siguiente: Si + subj. perf... tunc + fut. imp. Esto se traduce en el siguente esquema: Cuando [haya sucedido tal cosa], entonces [se realizará tal otra].

[8] Respecto de la identidad del Espíritu Santo, se da un proceso de explicitación. Al principio, para nombrarlo, se habla genéricamente de una fuerza santa (§§ 9.10.11), pero, después, es llamado explícitamente Paráclito y Espíritu Santo (§§ 11.13.14.15.17). Cf. Ps. Macario, Sermones, IV,17,1; XIII,1,2; XXVI,1,15.

[9] Se trata de algunos pasajes de la Vida copta de San Macario. Los textos en A. Louf, o.c., p. 69.

[10] Apotegmas, 467, trad. M. Elizalde, o.c., p. 145.

[11] Los pensamientos (logismoi) con rasgos personales, se encuentran en Apotegmas, 456; 486.