Inicio » Content » JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia III, capítulos 5-6)

Capítulo 5. Cómo la primera vocación no es ventajosa para el perezoso y la última no obstaculiza al diligente

Casiano pone de relieve que la vocación, el llamado, incluso cuando lo recibamos del Señor mismo, no es sinónimo de una respuesta acorde a tan alta dignación. Y así como tenemos excelentes ejemplos de una vida conforme al llamamiento recibido: Abraham, san Antonio, abba Moisés, san Pablo; también tenemos ejemplos en sentido opuesto, entre los que sobresale particularmente el caso de Judas.

 

Inicio y fin de la vocación

5.1. De estas tres formas de vocaciones si bien las dos primeras parecen tener mejores inicios, sin embargo, encontramos que también el tercer género, que parece menor y tibio, hace perfecto y muy ferviente a un hombre; de forma semejante a aquellos que estuvieron de manera óptima al servicio del Señor y pasaron el resto de sus vidas con un fervor de espíritu laudable. Por otra parte, de aquel llamamiento superior muchos a menudo cayeron en la laxitud y terminaron en un final vituperable. En tanto que nada obstaculizó a quienes parecían haberse convertido, no por su arbitrio, sino impulsados por la necesidad, pues a estos la benignidad del Señor les procuró la ocasión de experimentar la compunción. Así también a aquellos de nada les sirvió haber comenzado de forma sublime su propia conversión, puesto que no se esforzaron por llevar a término de manera congrua el resto de sus vidas.

 

El ejemplo de abba Moisés

5.2. En efecto, nada le faltó a abba Moisés, que habitaba en aquel lugar llamado Calamo, para alcanzar la perfecta bienaventuranza, aunque fuera al monasterio impulsado por el temor a la muerte, a causa del crimen de homicidio que había cometido[1]. Así, él aceptó la necesidad de la conversión, de forma que, con voluntad de ánimo fuerte, se convirtió, llegando a los más altos grados de perfección.

 

Ejemplos opuestos

5.2a. Como también, al contrario, muchos, que no debo recordar por su nombre, nada progresaron. Aunque aceptaron el servicio del Señor de inmediato, después, por la indiferencia y la dureza de corazón, cayeron en una funesta tibieza y en el profundo precipicio de la muerte.

 

El nefasto ejemplo de Judas

5.3. Esta realidad la vemos expresada de modo evidente también en la vocación de los apóstoles, ¿pues qué le aprovechó a Judas el haber aceptado voluntariamente el más sublime de los honores, el del apostolado, del mismo modo que Pedro y los otros apóstoles lo recibieron, si arruinó los inicios de su preclara vocación por la codicia y la avaricia, hasta un pestífero final, consumando la traición del Señor, cual cruelísimo parricida?

 

El ejemplo de Pablo

5.4. ¿O que le reportó a Pablo el hecho de que, repentinamente enceguecido, pareció ser atraído hacia la vía de la salvación contra su voluntad, y después siguió al Señor con todo el fervor de su ánimo, consumando con una voluntaria devoción lo que había iniciado por la necesidad, y concluyendo con un fin incomparable una vida gloriosa por tantas virtudes?

 

Conclusión del tema de las vocaciones o llamados

5.4a. Todo, por consiguiente, consiste en el fin. Es posible que, quien desde el inicio se haya consagrado con una óptima conversión, se encuentre después en un grado inferior por su negligencia; mientras que, quien es atraído por necesidad a profesar el nombre de monje, puede hacerse perfecto por el temor de Dios y el celo santo[2].

 

Capítulo 6. Exposición de las tres renuncias

Al abordar el tema de las renuncias se advierte con bastante evidencia que Casiano sigue un esquema que podemos denominar “origeniano-evagriano”. Cito para ilustrar esta afirmación en primer término un texto de Orígenes:

«El que no cultiva el hombre interior, el que no siente preocupación por él, el que no lo dota de virtudes, no lo adorna de costumbres, no lo ejercita en las divinas enseñanzas, no busca la sabiduría de Dios, no se aplica a la obra de la ciencia de las Escrituras, éste no puede llamarse hombre-hombre (cf. Nm 30,3), sino solo hombre, y hombre animal (cf. 1 Co 15,44-45), porque aquel interior, al que compete más verdadera y noblemente el nombre hombre, está adormecido en él por los vicios carnales y sofocado por aplicarse a los cuidados de este mundo, hasta el punto de que ni siquiera pueda llevar el nombre de hombre. Por ello debemos intervenir mucho con cada uno de nosotros, de modo que, si uno viese en sí que el hombre interior yace oprimido por las torpezas de los pecados y por los escombros de los vicios, en seguida arranque de él todas las inmundicias, lo libre en seguida de toda sordidez de la carne y de la sangre, se convierta alguna vez a la penitencia, recupere para sí la memoria de Dios, recupere la esperanza de la salvación. Puesto que estos bienes no hay que buscarlos fuera, en otro lugar, sino que la oportunidad de la salvación está dentro de nosotros, como dijo el Señor: “He aquí que el Reino de Dios está dentro de ustedes” (Lc 17,21). Porque dentro de nosotros está la posibilidad de la conversión; en efecto, cuando, convertido, gimas, serás salvado (cf. Is 30,15), y entonces podrás cumplir dignamente tus votos al Altísimo (cf. Sal 49 [50],14) y ser llamado hombre-hombre.

Por tanto, si te consagras a Dios… no te es lícito dedicarte a trabajos humanos, hacer nada de lo que atañe a los hombres y a la vida presente. Más bien lo que pertenece al alma y a la observancia del culto divino, eso es lo que tú debes realizar y pensar»[3].

Por su parte, Evagrio, de forma más afín al texto de Casiano, afirmaba:

“La primer renuncia es el abandono voluntario de los objetos del mundo, que realiza la voluntad por el conocimiento de Dios. La segunda renuncia es el abandono de la malicia, que se efectúa por la gracia de Dios y por el esfuerzo del hombre. La tercera renuncia es la separación por ignorancia, la que se hace naturalmente para aparecer ante los hombres conforme al grado de su estado”[4].

“Carne de Cristo: las virtudes de la vida ascética (praktike); quien la come se tornará impasible (apathes). Sangre de Cristo: la contemplación de las criaturas; quien la bebe, se tornará sabio. El pecho del Señor: el conocimiento de Dios; quien se recuesta en él será teólogo”[5].

 

Las tres renuncias

6.1. Ahora debemos hablar sobre las renuncias, que la tradición de los padres y la autoridad de las Santas Escrituras demuestran ser tres, y que cada uno de nosotros debe cumplir con todo empeño. La primera es despreciar corporalmente todas las riquezas y facilidades del mundo; la segunda, es aquella por la que rechazamos las costumbres, los vicios y los afectos pasados del alma y de la carne; la tercera, es que, apartando nuestra mente de todas las cosas presentes y visibles, tan solo contemplemos las futuras y deseemos aquellas que son invisibles.

 

Las tres renuncias de Abraham

6.2. Leemos que estas tres renuncias el Señor le ordenó cumplir también a Abraham cuando le dijo: “Sal de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre” (Gn 12,1). Primero dijo: “De tu tierra”, es decir, de los bienes de este mundo y de los recursos terrenales. Luego [le dijo]: “De tu parentela”, esto es del modo de vida, de las costumbres y vicios anteriores, a los que estábamos ligados desde nuestro nacimiento, como si estuvieran emparentados con nosotros por una cierta afinidad y consanguinidad. En tercer lugar le dijo: “De la casa de tu padre”, es decir de todo recuerdo de este mundo que se muestra a las miradas de los ojos[6].

 

Estamos llamados a la contemplación de las realidades invisibles

6.3. Porque sobre dos padres, esto es, de aquel que debemos dejar y de aquel que tenemos buscar, canta Dios por medio de la persona de David: “Oye, hija, mira e inclina tu oído, y olvida tu pueblo y la casa de tu padre” (Sal 44 [45],11). Puesto que quien dice: “Oye, hija”, es ciertamente un padre; y aquel cuya casa y pueblo insiste que deben ser olvidados se testimonia que no es otro sino el padre de la propia hija. Así sucede cuando, muertos con Cristo a los elementos de este mundo[7], contemplamos, según el Apóstol, ya “no las cosas que se ven sino las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co 4,18). Y saliendo con el corazón de esta casa temporal y visible, dirijamos nuestros ojos y nuestra mente hacia aquella en la cual habitaremos perennemente.

 

Ciudadanos del cielo

6.4. Entonces, cumplimos esto cuando, caminando en la carne, empecemos a servir al Señor no según la carne, clamando con las obras y las virtudes aquella sentencia del beato Apóstol: “Pero nuestra patria está en los cielos” (Flp 3,20).

 

El camino ascendente de las renuncias

6.4a. A estas tres renuncias se adaptan con propiedad los tres libros de Salomón. Los Proverbios convienen a las primeras renuncias, con las que se cortan las concupiscencias de las cosas terrenales y de los vicios terrenos. El Eclesiastés atañe a la segunda renuncia, allí donde se afirma que todas las cosas que se hacen bajo el sol son vanidad. La tercera renuncia corresponde al Cantar de los Cantares, en el que la mente, trascendiendo todas las cosas visibles, ya se une al Verbo de Dios[8] por medio de la contemplación de las realidades celestiales[9].

 


[1] Cf. Conf. I y II. “Calamo” (caña) posiblemente es la zona interior del desierto de Escete (ver Conversazioni, pp. 262-263, nota 8).

[2] Otra traducción: por el temor de Dios y la diligencia (per timorem Dei diligentiamque perfectus).

[3] Homilías sobre el libro de los Números, 24,2.2; SCh 461, pp. 168-171 y 174-177.

[4] Kephalia Gnostica, 78-80; PO 28.1, pp. 53 y 55. El P. de Vogüé observa: “Las dos primeras renuncias son las mismas en Evagrio y en Casiano. La tercera, ‘la separación por ignorancia’, formulada por Evagrio de modo abstracto, tiene en Casiano un sentido concreto: apartar el espíritu de las cosas presentes y visibles para contemplar y desear las futuras, que no se ven. Es interesante, por lo demás, que Evagrio menciona, respecto del rechazo de los vicios, la gracia de Cristo y el esfuerzo del hombre, tema que Pafnucio va a tratar largamente en la segunda parte de su conferencia (Conf. III,11-22)” (Vogüé, p. 199).

[5] A los monjes, 118-120; ed. H. Gressmann, Nonnenspiegel und Mönchsspiegel des Evagrios Pontikos, Leipzig, J. C. Hinrisch’sche Buchhandlung, 1913, p. 163 (Texte und Untersuchungen, 39). Cf. el comentario a estas sentencias de J. Driscoll, osb, en: The “Ad Monachos” of Evagrius Ponticus, its structure and a select commentary, Roma, Pontificio Ateneo St. Anselmo, 1991, pp. 275-281 (Studia Anselmiana, 104).

[6] Cf. Evagrio Póntico, Bases de la vida monástica, 3: «¿Deseas, por tanto, querido, abrazar la vida monástica tal como es ella y correr tras los trofeos de la hesiquía? Deja las preocupaciones del mundo; de los príncipes y los poderosos (son) esas cosas; es decir, despréndete de la materia, sé impasible, ajeno a toda concupiscencia, para que, hecho extranjero del estado que resulta, puedas ejercitar bellamente la hesiquía. Porque si no te apartas de esas cosas, no podrás conducir rectamente este género de vida.

Toma un alimento frugal y de bajo precio, en pequeña cantidad y fácil de preparar. Si te llega el pensamiento de alimentos costosos, incluso bajo el pretexto de la hospitalidad, recházalo, no lo retengas por ningún motivo. Porque por ese medio el Adversario te tiende una emboscada, una trampa para apartarte de la hesiquía. Tienes al Señor Jesús que reprende al alma que se preocupa por las cosas materiales, (como) Marta, y le dice: “¿Por qué te ocupas de muchas cosas y te turbas? Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,41), saber, dice (Él), escuchar la palabra divina, tras lo cual, sin fatiga se encuentra todo. Por eso también en seguida agrega: “María, en efecto, ha elegido la mejor parte, que no le será quitada” (Lc 10,42)...» (trad. en Cuadernos Monásticos n. 211 [2019], pp. 549-550).

[7] Cf. Rm 6,3.

[8] Verbo Dei coinungitur, que también pude traducirse, pero tal vez menos apropiadamente, por: “se une a la palabra de Dios”.

[9] Cf. Orígenes, Comentario al Cantar de los Cantares, Prólogo 3,5-7: “Salomón, puesto que quería distinguir y separar entre ellas a estas tres ciencias, esto es, la moral, la natural y la contemplativa, las dio a conocer en tres libros, dispuestos separadamente por su orden lógico. Así pues, primero enseñó en los Proverbios la doctrina moral, redactando las normas de vida en breves y sucintas sentencias, como era del caso. La segunda ciencia, la que se llama natural, la expuso en el Eclesiastés, en el cual, discurriendo largamente sobre temas naturales y distinguiendo lo inútil y vano de lo útil y necesario, exhorta a abandonar la vanidad y a buscar lo que es útil y recto. La cuestión contemplativa la enseñó en el presente libro que tenemos entre manos, esto es, en el Cantar de los Cantares donde, bajo la figura de la esposa y del esposo, despierta en el alma el amor de las cosas divinas y enseña que se ha de llegar a la unión con Dios por los caminos del amor” (trad. en: Orígenes. Comentario al Cantar de los Cantares, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1994, pp. 58-59 (Biblioteca de Patrística, 1). Y más adelante agrega: “Salomón puso como preámbulo de su obra el libro de los Proverbios, en el que, según dijimos, se enseña la moral, de suerte que, cuando uno haya progresado en la inteligencia y en las costumbres, pase también a la disciplina del conocimiento de la naturaleza, y allí, al distinguir las causas y la naturaleza de las cosas, reconozca que es preciso abandonar la vanidad de vanidades (Qo 1,2) y apresurarse, en cambio, hacia las realidades eternas y perpetuas. Y por eso, tras los Proverbios, se pasa al Eclesiastés, que, según dijimos, enseña que todas las cosas visibles y corpóreas son caducas y frágiles. En todo caso, cuando se dé cuenta de ello el que se consagra a la sabiduría, sin duda alguna las despreciará y desdeñará y, renunciando, por así decirlo, al mundo entero, se encaminará hacia las realidades invisibles y eternas que se enseñan en el Cantar de los Cantares con pensamientos espirituales, aunque velados por ciertas alegorías amorosas. Tal es la razón verdadera de ocupar este libro el último lugar, de modo que, cuando se llegue a él, uno esté ya purificado y haya aprendido a conocer y distinguir las cosas corruptibles y las incorruptibles, y por ello le sea imposible escandalizarse de nada a causa de esas alegorías con que se describe y representa el amor de la esposa al esposo celestial, es decir, del alma perfecta al Verbo de Dios. Efectivamente, una vez establecidos los medios por los cuales el alma se purifica en las acciones y en las costumbres, y alcanza el discernimiento de las cosas naturales, es el momento adecuado para pasar a lo doctrinal y místico y elevarse con amor sincero y espiritual a la contemplación de la divinidad” (Prólogo 3,14-16; trad. cit., pp. 61-62). Evagrio, por su parte, afirmaba: “Quien haya dilatado su corazón por medio de la pureza comprenderá las palabras de Dios que son prácticas, físicas y teológicas, pues toda la Escritura se divide en tres partes: ética, física y teología; y los Proverbios se relacionan con la primera, el Eclesiastés con la segunda y el Cantar de los Cantares con la tercera” (Scholias a los Proverbios, 247; SCh 340, p. 342).