Inicio » Content » GREGORIO MAGNO: "LIBRO SEGUNDO DE LOS DIÁLOGOS" (Capítulos XXXII,4-XXXIII)

 

 

VIDA Y MILAGROS DEL VENERABLE ABAD BENITO (*)
(480-547)
 
XXXII.4. PEDRO: Te ruego que me digas si los hombres santos pueden todo lo que quieren y consiguen todo lo que desean obtener.

XXXIII.1. GREGORIO: En esta vida, Pedro, ¿quién más grande que Pablo, el cual rogó tres veces al Señor que lo librara del aguijón de la carne, y sin embargo no pudo obtener lo que deseaba? (cf. 2 Co 12,7 ss.). Por eso es necesario que te cuente cómo el venerable Padre Benito quiso en una ocasión algo que no pudo obtener.

2. Su hermana Escolástica, consagrada desde su infancia a Dios omnipotente, solía visitarlo una vez al año. El hombre de Dios por su parte descendía para verla a una propiedad del monasterio, no lejos de la portería. Un día fue como de costumbre y su venerable hermano bajó a verla, junto con algunos discípulos. Pasaron todo el día en alabanzas de Dios y en santas coloquios, y al caer la oscuridad de la noche, tomaron juntos la refección. Cuando aún estaban sentados a la mesa, y el tiempo transcurría en santas conversaciones, su hermana religiosa le rogó diciendo: “Te suplico que no me abandones durante esta noche, para que podamos conversar hasta mañana de las alegrías de la vida celestial”. Mas él contestó: “¿Qué estás diciendo, hermana? De ninguna manera puedo permanecer fuera del monasterio”.

3. Era tanta la serenidad del cielo que no se veía en él nube alguna. La santa religiosa, al oír la negativa de su hermano, entrelazando sus dedos sobre la mesa, apoyó la cabeza en sus manos para implorar al Señor omnipotente. Cuando la levantó, estallaron con tanta vehemencia truenos y relámpagos y fue tal la inundación producida por la lluvia, que el venerable Benito y los hermanos que estaban con él, no pudieron ni siquiera traspasar el umbral de la habitación en la que se hallaban. En efecto, la santa religiosa al apoyar la cabeza en sus manos, había derramado sobre la mesa ríos de lágrimas que transformaron en lluvia la serenidad del cielo. Tan sin tardanza siguió la inundación a la oración que ambas coincidieron, de modo tal que al levantar la cabeza estalló el trueno y en el mismo momento comenzó a caer la lluvia.

 
4. Viendo entonces el hombre de Dios que en medio de los relámpagos y truenos y de la inundación de la lluvia torrencial, no le era posible regresar al monasterio, contristado comenzó a quejarse diciendo: “Que Dios omnipotente te perdone, hermana. ¿Qué es lo que hiciste?”. Ella le contestó: “Mira, te rogué a ti y no quisiste escucharme; rogué a mi Señor y Él me escuchó. Sal ahora si puedes y, dejándome, regresa al monasterio”. Pero él no pudo salir de la casa, y no habiendo querido quedarse de buen grado, tuvo que permanecer allí contra su voluntad. Y así fue como pasaron toda la noche en santos coloquios sobre la vida espiritual.

5. Por eso te decía, Pedro, que Benito había deseado algo que no pudo conseguir. Porque si nos fijamos en el pensamiento del hombre venerable, no hay duda de que deseaba que se mantuviera el tiempo sereno como cuando había bajado, pero en contra de lo que él quería, por el poder de Dios omnipotente ocurrió el milagro, alcanzado por el corazón de una mujer. Y no hay que admirarse de que en esa ocasión pudiese más que él esa mujer que ardía en deseos de ver por más tiempo a su hermano. Porque según las palabras de Juan, Dios es amor (1 Jn 4,8. 16), y era muy justo que pudiera más la que más amaba.

PEDRO: Confieso que me gusta mucho lo que me dices.
 
 
Comentario del P. Adalbert de Vogüé, osb (**)
 
Nos encontramos aquí con el último de los milagros de acción que siguieron a los doce milagros de conocimiento. Y es curioso constatar que este milagro no es realizado por Benito sino por su hermana Escolástica, contra la voluntad de este último. Inmediatamente después Escolástica muere, y la visión de su alma que entra al cielo, inaugura la última etapa del santo, la etapa de las revelaciones sobre el más allá donde él mismo penetrará por medio de su glorioso final. Estos dos episodios relativos a la hermana de Benito, forman por lo tanto el gozne que une la era de los milagros con la de las visiones, la fase activa de la historia del héroe con la fase contemplativa, el tiempo de la vida con el de la muerte.
 
Para Benito, la lluvia que le impide retornar al monasterio es una contrariedad. Su poder, que parecía ilimitado, por primera vez fracasa y con este fracaso termina su carrera de taumaturgo. Una lección de humildad que Gregorio inculca cuidadosamente, como un teorema enunciado y demostrado al principio y al final del relato.
 
Esta tesis de la impotencia del santo recuerda dos desarrollos de la sección precedente. Hacia el final de los milagros cognoscitivos(1) Gregorio ha insistido largamente en dos oportunidades sobre los límites del don de profecía. San Pablo y David, Natán y Eliseo han sido puestos por turno como ejemplos de la ceguera del vidente cuando la iluminación divina lo deja abandonado a su debilidad de hombre. Aquí, Gregorio cita nuevamente a Pablo, y este testigo de primera categoría le basta. Tanto en el campo operativo como en el del conocimiento, la Escritura muestra claramente que el taumaturgo no puede hacer nada sin la gracia de Dios. Y en cada caso, esta lección debe ser recordada para terminar.
 
Sin embargo, a diferencia de los dos pasajes anteriores sobre la profecía, el presente capítulo no se contenta con afirmar los límites del poder de los santos y con ilustrar esta tesis con ejemplos escriturísticos. El propio Benito es el principal sujeto de la demostración. A semejanza de Pablo, quiso algo y no lo obtuvo. En lugar de razonar sobre textos bíblicos, Gregorio cita brevemente uno y pasa a un largo relato sobre Benito.
 
Pablo y Benito. Estos dos casos no son tan semejantes como aparentan. Pablo pidió al Señor que lo librara del aguijón de su carne(2). Benito no pide nada. Solamente desea. Es Escolástica quien pide al Señor, y es escuchada. Por lo tanto, la historia de Benito no es en absoluto como la de Pablo, un ejemplo de oración que Dios no satisface. Por el contrario, el presente relato ilustra magníficamente la eficacia de la oración: Gregorio proclama que la respuesta divina al pedido de Escolástica fue instantánea, con un lujo de precisiones tal que disipa toda duda.
 
De este modo, el tema del taumaturgo impotente no resulta en absoluto lo que el lector moderno espera instintivamente cuando se lo anuncian: un episodio no maravilloso. Aquí, tanto como por todas partes en esta biografía, nos encontramos con un milagro. La única novedad es que el milagro proviene de una voluntad contraria a la del santo. Benito no se encuentra, como Pablo, dialogando a solas con el Señor. Interviene una tercera persona, más poderosa que él delante de Dios. ¿De dónde le viene esa superioridad? ¿Y el papel de qué personaje bíblico representa? Lo sabremos al final del relato.
 
***
 
Mientras tanto, Gregorio nos hace asistir a la última entrevista de Benito y su hermana. Aunque nada anuncia formalmente la muerte de esta última, su insólito pedido, su deseo de prolongar la conversación, su insaciable deseo de “hablar de los goces de la vida celestial”, son otros tantos indicios que nos hacen presentirla. De este modo, el coloquio del hermano y la hermana se tiñe de un aire de semejanza con las escenas de adiós de donde surgieron las más grandes páginas de la literatura profana y sagrada: el Fedón, el Discurso de la Última Cena. Pero entre todos estos fragmentos en que un hombre o una mujer, a la hora de la muerte, abren a los que aman las perspectivas del más allá, hay uno que nos lleva a pensar más precisamente en nuestro relato: es el célebre pasaje de las Confesiones que narra la conversación de Agustín y Mónica en Ostia, algunos días antes de la muerte de esta última(3).
 
La madre de Agustín no parece estar más expresamente advertida de su próximo fin que la hermana de Benito. Y sin embargo, la conversación de Ostia se desarrolla proféticamente sobre el mismo tema que la de Casino: “Cuál será la vida eterna de los santos”. Sin ser monje ni monja, Agustín y Mónica se encuentran en ese momento en el mismo tono religioso: uno acaba de convertirse, mientras que la otra termina una vida ardiente de fe, de oración, de buenas obras. Llegan de Milán, luego del bautismo de Agustín y se detienen en Ostia antes de embarcarse rumbo a su África natal. La conversación tiene lugar “en la ventana” del lugar donde se alojan, detalle que volveremos a encontrar al comienzo de la visión cósmica de Benito.
 
Agustín narra la conversación en unas cincuenta líneas que tendríamos que reproducir del principio al fin. Sabiendo que no existe una medida común entre los goces de la tierra y el gozo de la vida futura, los dos santos recorren con el pensamiento toda la creación corporal e incluso el cielo con todos sus esplendores. Más arriba aún, encuentran a sus propias almas y de allí se elevan hasta la eterna Verdad, fuente de toda la creación. En ese momento, sus corazones experimentan una especie de contacto con Ella... Con un suspiro, vuelven del Verbo inmutable a la palabra humana que tiene principio y fin.
 
Tomando ese instante de iluminación como medida de la vida eterna, Agustín y su madre se representan la felicidad del más allá como su indefinida continuación, absorbente, embriagadora, en una total desaparición de toda percepción extraña a aquella. Hacer callar todo ruido de la carne y de la materia, todo discurso sobre las cosas y todo pensamiento del alma sobre sí misma, no escuchar ya nada más que al Verbo de Dios, hablando por sí mismo sin intermediarios: éste debe ser “el gozo del Señor” al que estamos llamados a “entrar”(4).
 
Este fragmento espléndido, compuesto de dialéctica y de aspiraciones neo-platónicas, de rasgos tomados de la Biblia, de fe y esperanza cristianas, sólo reproduce aproximadamente -su mismo autor lo confiesa- las palabras proferidas en Ostia diez años antes. Lo único que Agustín garantiza es que su madre le dijo ese día, entre las consideraciones sobre los placeres terrenos: “Hijo mío, en cuanto a mí, ya no hay nada que me dé placer en esta vida. ¿Qué podría hacer en adelante? ¿Por qué estoy aquí todavía? Lo ignoro. Mis esperanzas terrenales están agotadas. Lo único que me hacía desear permanecer aquí algún tiempo todavía era verte cristiano católico antes de morir. Dios me ha concedido esta alegría con sobreabundancia, porque veo que para servirlo llegas hasta el desprecio de las felicidades terrenas. Entonces ¿qué hago yo aquí?”(5).
 
Esta declaración de Mónica que concluye la conversación de Ostia, se puede comparar con un rasgo de la escena de Casino. Así como la madre de Agustín deseaba ver a su hijo católico antes de morir, también Escolástica “quería ver por más tiempo a su hermano”, como nos dice Gregorio al final. Para estas dos santas mujeres, la “vista” del hijo y del hermano amados, es lo último que desean sobre la tierra. Agustín al servicio de Dios, Benito hablando de la vida eterna: luego de este espectáculo, ya pueden cantar el Nunc dimittis e irse.
 
En cuanto a la conversación en sí misma, es evidente que la pieza de Gregorio no tiene nada que se aproxime al gran fragmento de Agustín. A las cincuenta líneas de las Confesiones, en los Diálogos corresponde nada más que la rápida mención de las “santas conversaciones sobre la vida espiritual”, con la frase de la monja que precisa el tema escatológico: “los goces de la vida celestial”.
 
La última conversación de Benito y Escolástica no es más que la ocasión de un milagro.
 
No menor es la sobriedad de Gregorio en lo que concierne a la vida anterior de la santa. Le basta una sola línea para resumirla. Esta mención seca de la consagración de Escolástica a Dios desde su infancia, nos parece bien pobre cuando acabamos de leer el resumen lleno de interés que hace Agustín de la vida de su madre, inmediatamente antes de la visión de Ostia(6). Allí escuchamos hablar de la familia cristiana en la que fue educada, de su debilidad por el vino de África, de sus relaciones con las sirvientas, jóvenes y viejas, de su vida conyugal ejemplar con un pagano irascible y superficial, al que termina por convertir en un cristiano. Amigos, esclavos, suegra, niños, compañeros de Agustín: descubrimos sus altercados con unos, su influencia sobre los otros, su inteligente caridad para con todos.
 
Este admirable retrato de una cristiana que todavía no era una “santa”, nos hace calibrar lo que perdemos al pasar de las Confesiones a los Diálogos. Pero no critiquemos la hagiografía. Gregorio no se encontraba en la posición privilegiada de un hijo con respecto a su madre para informarnos acerca de Escolástica. ¿Sabría algo más de lo poco que nos dice sobre la hermana de Benito?
 
Notas:
 
(*) Traducción castellana publicada por Ediciones ECUAM, Florida (Pcia. de Buenos Aires), 2009.
(**) Tomado de: Cuadernos Monásticos 59 (1981), pp. 392-397. Original en francés, publicado en: Ecoute, ns. 265 y 266. Tradujo: Madre Isabel Guiroy, osb. Monasterio Nuestra Señora del Paraná, Entre Ríos, Argentina.
(1) Dial. II,16,3-9 y 21,3-5.
(2) 2 Co 12,7-9.
(3) Agustín, Confesiones 9,23-26. Esta semejanza nos fue sugerida por E. Jungclaussen - C. Pastro, Benedictus. Ein Bild-Biographie, Ratisbonne 1980, p. 23.
(4) Mt 25,21 (Confesiones 9,25 fin).
(5) Confesiones 9,26.
(6) Confesiones 9,17-22.