«Es necesario comprender que el Espíritu Santo es aquel por quien el amor ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Pues bien, dado que el amor debía reunir a la Iglesia de Dios por todo el universo, el don de hablar todas las lenguas, que entonces se otorgaba a un solo hombre, receptor del Espíritu Santo, se da a la Iglesia entera, que, reunida por el Espíritu Santo, habla ahora todas las lenguas. De ahí que, si se pregunta a uno de nosotros: “Tú has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué, pues, no hablas todas las lenguas?”, deberá responder: “Es verdad que hablo todas las lenguas, puesto que yo formo parte del cuerpo de Cristo, la Iglesia, que habla todas las lenguas”. Y efectivamente, ¿qué otra cosa ha querido Dios darnos a entender con la presencia de su Espíritu Santo, sino a su Iglesia destinada a hablar todas las lenguas?
Celebren, entonces, este día como los miembros del único cuerpo de Cristo. Porque no lo celebrarán en vano, si ustedes mismos son aquello que se celebra: si están todos juntos unidos en esta Iglesia que Dios llenó con su Espíritu Santo y que reconoce como suya, al mismo tiempo que ella le reconoce y se extiende por el mundo. A ustedes, establecidos por todas las naciones; a ustedes, es decir, a la Iglesia de Cristo, a los miembros de Cristo, a la Esposa de Cristo, el Apóstol dice: Sopórtense en el amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz (Ef 4,2-3). Fíjense bien: ha puesto la caridad allí donde nos manda soportarnos mutuamente; y donde habla de la esperanza de la unidad, muestra el vínculo de la paz. Tal es la casa de Dios, integrada por piedras vivas, donde este padre de familia desea habitar: la ruina de la división no debe ofender sus ojos» (san Fulgencio de Ruspe [+ 553]).
