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«… Los santos apóstoles, aunque habían sido fortalecidos por tantos milagros, instruidos por tantos sermones, sin embargo se atemorizaron por la atroz pasión del Señor y aceptaron con vacilación la verdad de su resurrección, pero sacaron tal provecho de la Ascensión del Señor que todo lo que antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento elevaron toda la contemplación de su alma hacia la divinidad de Aquel que está sentado a la diestra del Padre; y ya no les era obstáculo la vista de su cuerpo para que su espíritu, iluminado por la fe, creyera que (Cristo), ni descendiendo se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había apartado de sus discípulos»[1].

 


[1] San León Magno, Segunda homilía sobre la Ascensión del Señor, 74,3 (SCh 74bis, 1976, pp. 280-281) León, que ostenta el título de Grande sobre todo por su contribución teórica y práctica al afianzamiento del primado de la Sede Apostólica romana, fue Papa de Roma entre 440 y 461, en el momento histórico en que el Imperio Romano se quebraba en Occidente ante el empuje de las invasiones bárbaras. León habría nacido en Toscana (¿o Roma?), hacia el fin del siglo IV. Antes de ser obispo de Roma ocupó una posición importante durante el pontificado de sus predecesores. León fue ante todo obispo de Roma y, por medio de sus frecuentes sermones dirigidos tanto al clero como al pueblo, buscó introducir a su comunidad en la celebración de los misterios de Cristo, proponiéndole la vivencia sincera de la vida bautismal, a la vez que procuró preservar a sus fieles de las herejías y los errores provenientes del paganismo. Después de veintiún años de pontificado arduo y difícil, murió el 10 de noviembre de 461. Nos legó 97 sermones y 173 cartas.