Capítulo 7. Sobre el origen y el modo de vida de los sarabaítas
El grave error de Ananías y Safira
7.1. «Cuando la religión cristiana se alegraba por estas dos profesiones [monásticas], si bien el segundo género había comenzado a deteriorarse gradualmente, apareció después de este, aquel peor e infiel género de monjes, o más bien revivió aquella planta nociva que pululaba por obra de Ananías y Safira en el exordio de la Iglesia, y que había sido cortada con severidad por Pedro (cf. Hch 5,1-11). Entre los monjes ha sido juzgado detestable y execrable, y nadie lo practicó desde aquel momento en quedó instalada en la conciencia de los creyentes el temor de la severa frase según la cual el bienaventurado Apóstol no permitió que los iniciadores de este nuevo crimen fueran corregidos por medio de la penitencia, o por algún otro acto de reparación. Por el contrario, arrancó aquel germen tan dañino con la muerte instantánea (cf. Hch 5,11).
Los sarabaítas se apartaron de la vida comunitaria
7.2. Después de este ejemplo, que fue castigado con rigor apostólico en el caso de Ananías y Safira, se había desvanecido gradualmente de los pensamientos de algunos, debido al largo abandono y al olvido que trae consigo el tiempo, surgió la clase conocida como sarabaítas. Se les llama sarabaítas en lengua egipcia porque se retiraron de las comunidades de los cenobios y se ocuparon de sus propias necesidades como individuos. Procedían del grupo de aquellos de los que ya hemos hablado, que preferían fingir la perfección evangélica en lugar de alcanzarla realmente, incitados por la rivalidad y los elogios de aquellos que prefieren la pobreza total de Cristo a todas las riquezas del mundo.
Se organizan según sus caprichos
7.3. Estos, pues, aunque aparentan con ánimo pusilánime la más alta virtud, se han visto obligados a abrazar esta profesión por necesidad, deseosos de ser considerados simplemente como portadores del nombre de monjes, sin hacer ningún esfuerzo por imitarlos. De ninguna manera anhelan la disciplina de los cenobios. No se someten al arbitrio de los ancianos, ni se forman en sus tradiciones, ni aprenden a vencer su propia voluntad; tampoco aceptan, como resultado de una adecuada formación, ninguna regla de sana discreción. En cambio, solo renuncian a mostrarse en público, es decir, a la vista de los hombres y permanecen en sus propias viviendas, dedicados a las mismas ocupaciones [de antes], gracias al privilegio de este nombre, o se construyen celdas y las llaman monasterios, viviendo en ellas con libertad bajo su propia ley y sin obedecer nunca los preceptos del evangelio (cf. Mt 6,25). Lo hacen para no tener que preocuparse por la comida diaria ni por los asuntos domésticos
Quieren gobernarse a su antojo
7.4. Pero, sin lugar a dudas, esto solo lo logran aquellos que han abandonado todas sus posesiones en este mundo y que se someten a los responsables de los cenobios, hasta tal punto que no dicen ser sus propios amos. Aquellos que, sin embargo, como hemos dicho, abandonan el rigor del cenobio y viven en celdas de dos en dos o de tres en tres, no contentos con ser gobernados por el cuidado y el gobierno de un abba, sino más bien preocupados especialmente por liberarse del yugo de los ancianos y ser libres para ejercer su propia voluntad, ir donde les plazca y vagar y actuar como les convenga, están aún más ocupados con los asuntos cotidianos día y noche que los que viven en el cenobio, aunque no con la misma fe y el mismo propósito.
El auténtico desprendimiento
7.5. Se comportan de esta manera no para poner el fruto de su trabajo a disposición de un ecónomo[1], sino para adquirir dinero que acumular. Miren qué diferencia hay entre estos [géneros de monjes]. Aquellos no piensan en el mañana y ofrecen a Dios los frutos más agradables de su trabajo, mientras que estos extienden su infiel solicitud no solo al mañana, sino incluso a muchos años, creyendo que Dios es mentiroso o ineficaz, incapaz o poco dispuesto a proporcionarles lo suficiente para su alimentación y vestido diarios, tal y como prometió. Los unos desean con el mayor anhelo poseer aktemosynen[2], que es la privación de todas las cosas y la pobreza duradera, mientras que los otros persiguen la abundancia de todos los recursos.
La finalidad de nuestro desprendimiento
7.6. Aquellos se esfuerzan sinceramente por ir más allá de lo establecido en su trabajo diario, de modo que todo lo que exceda las necesidades sagradas del monasterio pueda ser donado, de acuerdo con el juicio del abad, a prisiones o alojamientos para viajeros u hospitales o a los pobres; mientras que los otros lo hacen para que todo lo que sobra de su glotonería diaria pueda servir a la prodigalidad o, al menos, ser acumulado en aras del vicio de la avaricia. Por último, incluso admitiendo que lo acumulado por estas últimas personas con una intención imperfecta pueda distribuirse mejor de lo que hemos dicho, siguen sin acercarse a la dignidad de esta virtud y a la perfección.
El peligro de una limosna orgullosa
7.7. Los cenobitas, en efecto, aportan considerables ingresos a su monasterio y renuncian a ellos cada día, permanecen en tal humilde sumisión que se ven despojados de su poder sobre las cosas que obtienen por su propio esfuerzo, al igual que sobre ellos mismos, y renuevan constantemente el fervor de su primera renuncia privándose diariamente del fruto de su trabajo. Pero estos otros caen cada día en el precipicio de su orgullo por dar algo a los pobres. La paciencia y el rigor con que los primeros permanecen tan devotamente en su profesión, una vez que la han emprendido, sin satisfacer nunca sus propios deseos, los crucifica diariamente a este mundo y los convierte en mártires vivientes, pero la tibieza de la voluntad de los segundos los sumerge en el infierno.
Una observación sobre el monacato oriental
7.8. Estos dos tipos de monjes[3], casi iguales en número, rivalizan entre sí en esta provincia[4]. Pero en las otras provincias[5], que las exigencias de la fe católica me han obligado a recorrer, sabemos que este tercer tipo, los sarabaítas, abunda y es casi el único que está presente. Porque en la época de Lucio, que fue obispo de la perfidia arriana durante el reinado de Valente[6], mientras llevábamos ayuda a nuestros hermanos que habían sido deportados desde Egipto y la Tebaida a las minas del Ponto y de Armenia por su perseverancia en la fe católica, vimos que la disciplina de los cenobios era muy rara y existía solo en unas pocas ciudades, y supimos que el nombre mismo de anacoretas aún no se había oído en ellas».
Capítulo 8. Sobre el cuarto tipo de monjes
Un cuarto género de monjes
8.1. «De hecho, existe también un cuarto tipo, que hemos visto aparecer recientemente entre aquellos que se imaginan a sí mismos a la manera y semejanza de los anacoretas. Cuando empiezan, estos parecen aspirar a la perfección del cenobio con una especie de fervor efímero. Pero de repente se vuelven tibios, despreciando la restricción de su comportamiento y vicios anteriores, descontentos con soportar el yugo de la humildad y la paciencia por más tiempo y desdeñando someterse al dominio de los ancianos. Anhelan celdas separadas y quieren vivir solos, para que nadie les moleste y puedan ser considerados pacientes, dóciles y humildes por los hombres. Esta forma de vida -o más bien una tal tibieza- no les permite a quienes la han contraído alcanzar jamás la perfección.
Nadie los cuestiona
8.2. Porque de esta manera sus vicios no solo no se eliminan, sino que incluso empeoran, ya que nadie los cuestiona. Son como un veneno interno mortal: cuanto más se oculta, más profundamente la serpiente provoca una enfermedad incurable en el enfermo. Por respeto a su celda aislada, nadie se atreve a reprochar al solitario sus vicios, que él prefiere que sean ignorados antes que curados. Las virtudes, sin embargo, no se engendran ocultando los vicios, sino combatiéndolos».
[1] Lit.: Dispensator, administrador.
[2] Falta de bienes, pobreza.
[3] Cenobitas y anacoretas.
[4] Es decir, Egipto (cf. Vogüé, p. 359).
[5] De Oriente.
[6] El episcopado de Lucio puede colocarse en torno a los años 373-380.
