JUAN CASIANO: “CONFERENCIAS” (Conferencia XVIII, capítulos 5-6)

Capítulo 5. Quién fundó la profesión de los cenobitas

 

El ideal de la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén

5.1. «La disciplina de los cenobitas surgió en la época de la predicación apostólica. Tal era la multitud de creyentes en Jerusalén, que se describe así en los Hechos de los Apóstoles: “La multitud de creyentes tenía un solo corazón y una sola alma, y ninguno de ellos decía que lo que poseía era suyo, sino que todas las cosas eran comunes entre ellos” (Hch 4,32). “Vendían sus propiedades y sus bienes y los distribuían entre todos según las necesidades de cada uno” (Hch 2,45). Y de nuevo: “No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el precio de lo vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se distribuía a cada uno según sus necesidades” (Hch 4,34-35).

 

Relajamiento del fervor primitivo

5.2. Tal era, digo, toda la Iglesia entonces, mientras que ahora es difícil encontrar siquiera algunos que obran así en los cenobios. Pero, a la muerte de los apóstoles, la multitud de creyentes comenzó a volverse tibia, especialmente aquellos que se habían convertido a la fe de Cristo procedentes de diferentes naciones extranjeras. Por consideración a su fe rudimentaria y su paganismo inveterado, los apóstoles no les pidieron nada más que abstenerse “de las carnes sacrificadas a los ídolos, de la fornicación, de los animales estrangulados y de la sangre” (Hch 15,29). Pero esta libertad, que se concedió a los paganos debido a la debilidad de su nueva fe, comenzó gradualmente a contaminar la perfección de la Iglesia que estaba en Jerusalén y, a medida que el número de nativos y extranjeros aumentaba cada día, el fervor de esa nueva fe se enfrió, y no solo aquellos que se habían convertido a la fe de Cristo, sino incluso los líderes de la Iglesia relajaron su rigor.

 

Abandonaron las ciudades

5.3. Algunas personas, pensando que lo que veían conceder a los paganos debido a su debilidad era legítimo también para ellos, consideraban que no supondría ninguna pérdida para ellos mismos creer y confesar a Cristo mientras conservaban sus propiedades y sus bienes. Sin embargo, aquellos en quienes aún existía el fervor apostólico y eran conscientes de aquella perfección anterior, abandonando sus ciudades y la compañía de aquellos que creían que la negligencia de una vida más descuidada era lícita tanto para ellos mismos como para la Iglesia de Dios, comenzaron a vivir en lugares rurales y más apartados y a practicar en privado e individualmente lo que recordaban que habían enseñado los apóstoles para todo el cuerpo de la Iglesia. Así fue como floreció la disciplina que, como hemos dicho, provenía de los discípulos que se alejaron del contagio con los demás.

 

Monjes y cenobios

5.4. Con el paso del tiempo, se fueron separando gradualmente de la multitud de los creyentes debido al hecho de que se abstenían del matrimonio, se alejaban de la compañía de sus padres y del modo de vida de este mundo, y eran llamados monjes o monazontes por la rigurosidad de su singularidad de sus vidas solitarias. Por consiguiente, se les llama cenobitas por su vida en común, y sus celdas y lugares de residencia se llaman cenobios. Este fue, pues, el tipo más antiguo de monjes, el primero no solo en el tiempo, sino también en la gracia, y que permaneció inviolable a lo largo de los años, hasta la época de abba Pablo y abba Antonio. Vemos que sus vestigios perduran incluso ahora en los cenobios más estrictos».

 

Capítulo 6. Sobre el orden y el origen de los anacoretas

 

Los “fundadores” de la vida eremítica

6.1. «De este número de perfectos, de lo que yo llamaría la raíz más fructífera de personas santas, brotaron después las flores y los frutos de los anacoretas. Sabemos de la existencia de los iniciadores de esta profesión, a quienes mencionamos poco antes, a saber, los santos Pablo y Antonio. Buscaron los lugares recónditos del desierto, no por causa de la pusilanimidad o por una impaciencia malsana, sino por el deseo de un mayor progreso y de la contemplación divina, aunque se dice que el primero de ellos se adentró en el desierto por necesidad, para escapar de las trampas de sus parientes durante una época de persecución[1].

 

Los “proto-monjes”

6.2. De esta manera, entonces, surgió otro tipo de perfección de esta disciplina de la que hemos hablado. Sus seguidores son merecidamente llamados anacoretas, es decir, aquellos que se apartan, porque no se conforman en absoluto con la victoria de pisotear las trampas ocultas del diablo en medio de los hombres. Desean, en cambio, enfrentarse a los demonios en una lucha abierta y en un combate sin cuartel, y no temen adentrarse en la vastedad del desierto, imitando a Juan el Bautista, que pasó toda su vida en el desierto, a Elías y Eliseo y los demás, a quienes el Apóstol recuerda así: “Andaban vestidos con pieles de ovejas y de cabras, en angustia, afligidos, necesitados, el mundo era indigno de ellos, vagando por desiertos y montañas, en cuevas y cavernas de la tierra” (Hb 11,37-38).

 

Testimonios bíblicos sobre los anacoretas

6.3. Sobre los anacoretas habla también el Señor, de manera figurada, a Job: “¿Quién ha liberado al onagro, y ha roto sus ataduras? Ha puesto su morada en el desierto, y su carpa en el agua salada. Riéndose de la multitud de la ciudad y sin oír la querella del recaudador, considera a las montañas su pastura y después buscará algo verde” (Jb 39,5-8 LXX). Y también en los Salmos: “Que lo digan aquellos que han sido redimidos por la mano del Señor, los que Él ha librado de la mano del enemigo” (Sal 106 [107],2); y un poco más adelante: “Anduvieron errantes por el desierto y el yermo; no encontraron el camino hacia una ciudad donde habitar, hambrientos y sedientos, desfallecía su alma; y gritaron al Señor mientras estaban angustiados y Él los liberó de sus tribulaciones” (Sal 106 [107],4-6).

 

El canto de los anacoretas

6.4. Asimismo, Jeremías los describe de esta forma: “Feliz quien soporta el yugo desde su juventud; se sentará solitario y permanecerá en silencio pues lo ha tomado sobre sí” (Lm3,27-28). Y los anacoretas cantan con afecto y esfuerzo aquello del salmista: “He llegado a ser semejante al pelícano del desierto. Vigilaba y devine como el pájaro solitario sobre el techo” (Sal 101 [102],7-8)[2]».


[1] Cf. Jerónimo, Vida de Pablo, 4-5.1: «En aquel mismo tiempo vivía Pablo en la Tebaida inferior, con su hermana que ya estaba casada; tenía por entonces unos dieciséis años, y después de la muerte de sus dos padres recibió una gran herencia. Era muy instruido tanto en las letras griegas como en las egipcias, manso de carácter y muy amante de Dios. Cuando estalló la tormenta de la persecución, se retiró a una propiedad algo apartada y secreta. Pero, “¿a qué no fuerzas el corazón del hombre, tú, temible hambre de dinero?” (Virgilio, Eneida 3,57: “¡A qué no obligas a los mortales pechos, hambre execrable de oro!”; ed. H. Goelzer, Paris, Ed. Les Belles Lettres, 1959, p. 71). Ni las lágrimas de su mujer ni el parentesco de la sangre, ni la consideración de que Dios todo lo ve desde el cielo, lograron detenerlo de semejante crimen. Empecinado, lo acosaba, empleando crueldad en vez de bondad. Cuando el muy prudente adolescente comprendió su situación, se refugió en las montañas desiertas, aguardando el fin de la persecución...» (trad. en: San Jerónimo. Vidas de monjes, Munro, Surco Digital, 2023, pp. 74-75).

[2] Cf. Eusebio de Cesarea (+ 339), Comentario a los salmos, 67,7; PG 23,689AD: «El Señor hace habitar a los monotropous (LXX) en la casa. Según Símaco, da a los monachois (leer monajois) una casa, y según Aquila, hace sentar en la casa a los monogeneis. Según la quinta edición (Quinta), hace habitar en la casa a los monozonous. Ésta es entonces su más bella obra, que es también la más grande que ha dado al género humano. El primer orden de los que progresan en Cristo es el de los monjes. Pero éstos son pocos, razón por la que, según Aquila, son llamados monogeneis (únicos), asimilados así al Hijo único de Dios. Según los LXX tienen una sola forma de vivir (monotropoi) y no varias; ya no cambian su forma de vida, sino que bellamente viven una sola, que conduce a la cima de la virtud. La quinta edición los llama “ceñidos por un solo cinturón” (monozonous), como viviendo solos y cada uno para sí, con la cintura ceñida (lit.: los lomos ceñidos).

Tales son todos los que viven perfectamente una vida solitaria y pura, de los cuales los primeros fueron los discípulos de nuestro Salvador a los que les dice: “No tengan ni oro, ni plata en sus cinturones, ni sandalias, ni bastón” (cf. Mt 10,10)… Y de la misma forma el Apóstol nos invita a todos: Estén de pie, ceñidas sus cinturas con la verdad” (Ef 6,14)»