Inicio » Content » TEXTOS PARA LA VIDA MONÁSTICA CRISTIANA (119)

Escritos de Silvano del Monte Athos[1]

¡Feliz el pecador que se convierte a Dios y lo ama! Aquel que comienza a odiar el pecado ha alcanzado el primer grado de la escala celestial. Si los deseos de pecar no te asaltan más, entonces, has alcanzado ya el segundo grado. Pero quien en el Espíritu Santo conoce el amor perfecto de Dios, ha llegado a un punto elevado de la escala del cielo. Sin embargo esto sucede raramente.

Compréndanme, es simple: los hombres que no conocen a Dios y se le resisten son dignos de piedad; mi corazón sufre por ellos y mis ojos vierten lágrimas. Tanto el Paraíso como el infierno son visibles para nosotros: los hemos descubierto en el Espíritu Santo.

¿No es el Señor mismo quien dice: El Reino de Dios está en ustedes? Es ahora que comienza la vida eterna, es ahora que arrojamos la simiente de los tormentos eternos. ¡Les ruego, hermanos míos, hagan la prueba! Si alguien los ofende, los calumnia, arrebata lo que es de ustedes, e incluso si es un perseguidor de la santa Iglesia, rueguen a Dios y digan: “Señor, somos tus criaturas, ten piedad de tus servidores y conduce sus corazones a la penitencia”. Entonces sentirás la gracia en tu alma. Ciertamente, al principio, debes esforzarte en amar a tus enemigos; pero el Señor viendo tu buena voluntad te ayudará en todas las cosas y la experiencia misma te indicará el camino. Quien, por el contrario, medita en las malas cosas contra sus enemigos no puede poseer el amor y, por lo tanto, no puede conocer a Dios.

No ser violento con tu hermano; no juzgarlo jamás. Convencerlo con la dulzura y el amor. Orgullo y dureza quitan la paz. Ama a quien no te ama y ruega por él; así tu paz no será turbada.

Puedes decir: los enemigos persiguen a nuestra Santa Iglesia, ¿cómo puedo yo amarlos? Escúchame: tu pobre alma no ha conocido a Dios; no ha reconocido cuánto nos ama y con qué deseo espera que todos los hombres hagan penitencia y consigan la vida eterna. Dios es Amor. Él envía sobre la tierra el Espíritu Santo que enseña al alma a amar a los enemigos y a rogar por ellos para que sean salvados. Este es el verdadero amor.

Es dulce la gracia del Espíritu Santo e infinita la bondad del Señor, nosotros no podemos describirla con palabras. El alma tiende hacia Él, insaciable, invadida por su amor. Ella ha encontrado el reposo en Él y ha olvidado completamente el mundo. No siempre el Misericordioso concede esta gracia al alma; frecuentemente da el amor por el mundo entero, y es entonces que el alma llora por él e implora del Todopoderoso que derrame su gracia sobre toda alma y, en su piedad, perdone.

Nuestra alma desea saber cómo fue tu vida con el Señor sobre la tierra, ¡oh, Madre de Dios! Pero has envuelto tu secreto en el silencio, no fue tu voluntad librar todo esto a la Escritura.

Siendo un joven novicio, yo oraba un día frente al icono de la Madre de Dios y la oración de Jesús irrumpió en mi corazón y, desde entonces, habita allí para siempre. Un día, estaba en la iglesia y escuché la profecía de Isaías: ¡Lávense, sean puros! Y me vino a la mente la duda de saber si la Madre de Dios había pecado. Y mientras oraba, una voz decía claramente en mí: “La Madre de Dios no ha pecado jamás, ni siquiera de pensamiento”. Así, el Espíritu Santo dio testimonio de su pureza en mi corazón.

Si la vida de la Madre de Dios está, en cierto sentido, oculta en un silencio sagrado, sin embargo, el Señor ha hecho conocer a la Iglesia que Ella abraza en su amor al mundo entero, y que, en el Espíritu Santo, Ella ve a todos los pueblos de la tierra y tiene piedad de ellos.

¡Que los hombres sepan cuán grande es el amor de la purísima Madre de Dios hacia todos aquellos que están en pecado! Yo, por mi parte, he experimentado esto. No conocía a la Madre de Dios, pero el Espíritu Santo me la hizo conocer. Hace más de cuarenta años que Ella me visitó, a mí pecador, y me instruyó. Yo, miserable, estaría muerto, pero escuché su voz y recogí estas palabras: “Lo que tú haces me repugna”. Estaba tan llena de amor, era tan agradable, tan dulce su voz, que jamás pude olvidar estas palabras y no sé cómo agradecer, yo pecador, a la Madre de Dios, llena de gracia y de misericordia.

Todo en el cielo vive y se mueve en el Espíritu Santo, pero Él está presente igualmente sobre la tierra; Él está presente en nuestra Iglesia, vive en los santos Sacramentos, en la Santa Escritura, en el corazón de los fieles. Él unifica a todos y es por esto que los santos nos son tan próximos, nos escuchan si los invocamos y nuestra alma siente que ellos interceden por nosotros.

Los santos viven en otro mundo y allí ven la gloria de Dios, pero ven también, en el Espíritu, toda nuestra vida y nuestras acciones. Saben nuestros sufrimientos y escuchan nuestras fervientes oraciones. El Espíritu Santo les enseñó el amor de Dios durante su vida terrestre y aquel que posee este amor sobre la tierra entra en la Vida eterna y allí, en el cielo, el amor se engrandece y alcanza su perfección.

Y si aquí abajo el amor no puede olvidar a su hermano, cuánto más los santos se acordarán y orarán por nosotros.

Pero heme aquí, entristecido porque no soy humilde. El Señor no me da la fuerza para crecer espiritualmente y mi espíritu impotente se apaga como una débil luz. Al contrario, el espíritu de los santos, era como un incendio, y no se apagaba con el viento de las tentaciones, sino que quemaba aún más. Por amor a Cristo, soportaron toda aflicción en la tierra; no se dejaron espantar por los sufrimientos y, en eso, glorificaron al Señor y el Señor los amó y los glorificó, y les dio el Reino eterno, en comunión con Él.

Todavía hoy hay monjes que experimentan el amor de Dios y tienden, día y noche, hacia Él. Ellos socorren al mundo con su continua oración e incluso con su palabra escrita. Pero la preocupación de la salvación de las almas reposa sobre todo en los pastores de la Iglesia, que llevan en sí una tal gracia que nosotros nos maravillaríamos si pudiésemos ver una belleza semejante. Pero el Señor la oculta para que sus servidores no se enorgullezcan, sino que permanezcan humildes y se salven.

Los hombres no saben nada de este misterio; pero san Juan el Teólogo dice claramente: Seremos semejantes a Él. Y eso no será solamente después de la muerte, sino desde ahora, porque el Señor ha enviado su Espíritu a la tierra y Él está presente en nuestra Iglesia.

Algunos dicen que los monjes deben servir al mundo para no comer su pan sin ganarlo. Pero sería necesario saber en qué consiste este servicio del monje, cómo debe ayudar al mundo. Ahora bien, el monje ora con lágrimas por el mundo entero y en esto consiste su obra principal. ¿Y qué lo empuja a orar y llorar por el mundo entero? Jesús, el Hijo de Dios, da al monje, en el Espíritu Santo: el amor -y su alma siente una continua angustia por los hombres-, porque muchos no buscan la salvación de su alma.

No deseo otra cosa que orar por los otros como lo hago por mí mismo. Orar por los hombres quiere decir: dar la sangre de su propio corazón.

El alma que ora por el mundo sabe cuánto sufre y cuáles son las necesidades de los hombres. La oración purifica el espíritu de tal suerte que el espíritu ve todo de una forma más clara, como si conociera al mundo por los periódicos.

El Señor dice: Aquel que peca es esclavo de su pecado. Se debe orar mucho para librarse de una tal servidumbre. Nosotros pensamos que la verdadera libertad consiste en amar a Dios y al prójimo con todo el corazón. La perfecta libertad es la habitación continua en Dios.

Quien es perfecto no habla de sí sino que dice solamente lo que le enseña el Espíritu.

No es la misión de los monjes servir al mundo con el trabajo de sus manos; esto es asunto de los laicos. Gracias a los monjes, la oración no cesa nunca sobre la tierra y esa es su utilidad para el mundo. El mundo existe gracias a la oración. Si la oración cesara, el mundo perecería. Si un monje es tibio en la oración, si no consigue vivir siempre en contemplación, que acoja a los peregrinos y ayude también a las personas del mundo con el trabajo de sus manos; esto también complace a Dios; pero entonces que sepa que ésa no es la verdadera vida monástica.

El monje debe combatir sus pasiones y vencerlas con la ayuda de Dios. A veces el monje es bienaventurado en Dios, como si estuviese en el Paraíso; frecuentemente llora y ruega por la humanidad entera, animado por el deseo de que todos sean salvados. Por lo tanto, el Espíritu enseña al monje a amar el mundo. Tú dirás: puede ser que no existan más, en nuestros días, monjes que rueguen por todos los hombres; pero yo te digo que grandes desgracias y la destrucción misma del universo sobrevendrá si no hay orantes en el mundo.

Como los santos apóstoles que anunciaron al pueblo la palabra de Dios y cuyas almas estaban por entero en Dios -porque vivía en ellos el Espíritu de Dios- así el monje contempla en espíritu la grandeza de Dios, aún encontrándose físicamente en una estrecha y pobre celda. El monje guarda su corazón para no ofender a su hermano y no contristar al Espíritu Santo con los malos pensamientos. Humilla su alma y así mantiene lejos de sí y de los otros hombres que imploran su oración, a los espíritus malignos.

Aquel que ama a Dios puede pensar en Él día y noche; nadie podría impedírselo. Así, nadie impidió a los apóstoles amar al Señor; vivieron en el mundo, pero el mundo no impidió de ninguna manera su amor. Ellos rogaron por el mundo y proclamaron la Palabra.

El Espíritu del Señor nos enseña a orar en todas partes, incluso en el desierto, por todos los hombres, por el mundo entero. No hay nada mejor que la oración. Los santos oraban sin cesar, no permanecían un segundo sin orar.

Quien es humilde ha vencido ya a sus enemigos. Quien se considera en su corazón digno del fuego eterno, es evitado por los espíritus malignos, y no tiene ningún pensamiento malo en su corazón; sino que su espíritu y su corazón reposan enteramente en el Señor. Quien ha conocido al Espíritu Santo, y por Él se ha revestido de humildad, ha llegado a ser semejante a su Maestro Jesucristo el Hijo de Dios.

Los santos Padres ubicaron a la obediencia por encima del ayuno y de las oraciones, porque un monje desobediente podría considerarse un asceta o un orante, en cambio sólo es puro de espíritu quien remite su voluntad propia a la de sus superiores y de su Padre espiritual.

Por lo tanto, un monje desobediente nunca sabrá lo que es la oración pura. Un hombre orgulloso y obstinado no puede conocer la pureza espiritual, ni siquiera si viviera cien años en su monasterio. Él ofende a sus superiores con su desobediencia y a Dios en su persona.

No es posible guardar la paz interior sin velar sobre nuestros pensamientos.

No juzgar a los demás. Muy frecuentemente hablamos de lo que no conocemos o de lo que conocemos mal, cuando puede ser que este hermano sea espiritualmente semejante a un ángel.

No te ocupes de las cosas de los demás; presta atención a las tuyas y cumple lo que tu superior te manda; entonces Dios te ayudará con su gracia y gustarás los frutos de la obediencia en tu alma; paz y oración continua.

Esfuérzate por alcanzar el bien, pero comienza por medir tus fuerzas. Busca saber lo que es útil para tu alma. Algunos llegan a ello orando cada vez más, otros leyendo o escribiendo. Todo esto es necesario, pero es preferible al alma orar sin distracción, y más preciosas todavía son las lágrimas. Cada uno se entrega a la gracia que Dios le da.

En la vida común, frecuentemente perdemos la gracia de Dios porque no tratamos de amar a nuestro hermano según los mandamientos de Cristo. Si tu hermano te ofende y te asalta un mal pensamiento, si lo condenas y te resientes con odio, sentirás que la gracia penetra más difícilmente en tu alma. Ejercítate, por la paz del alma, en amar aún a aquel que te calumnia y en orar por él. Pide a Dios con todas tus fuerzas el don de amar a todos los hombres, pues el Señor ha dicho: Amen a sus enemigos. Si no los amamos, no podemos gustar de la gracia divina.

Es absolutamente necesario adquirir la obediencia, la humildad y la caridad, de otra forma toda nuestra ascesis es vana y obramos como aquel hombre que tiraba agua en un tonel sin fondo; al igual que este tonel, el alma permanece vacía.

Queridos hermanos, lean con celo el Evangelio, los Hechos de los Apóstoles y las obras de los santos Padres. El alma que entra en esta escuela conoce a Dios, y nuestro espíritu vive de tal forma en el Señor que olvidamos completamente el mundo. Es como si no hubiésemos nacido nunca en esta tierra.

Mediante la obediencia, el hombre está preservado del orgullo; por la obediencia le es concedido el don de la oración; por la obediencia, Dios le da el Espíritu Santo. También la obediencia es más importante que el ayuno y la oración.

Si eres totalmente humilde, encontrarás la paz perfecta en Dios. Dos pensamientos bien diferentes pueden levantarse sobre nosotros; combátelos a los dos. Uno dice: Eres santo; y el otro: No te salvarás. No hay nada de verdadero en estos pensamientos y los dos vienen del Maligno.

Ahora bien, piensa esto: yo soy un gran pecador pero Dios está lleno de misericordia y ama a los hombres y perdonará mis pecados. No te confíes en tus prácticas ascéticas, ni siquiera si haces esfuerzos espirituales grandes. Un día me dijo un podvishnik (asceta): “Yo encuentro la gracia ante Dios únicamente porque hago numerosas genuflexiones”. Pero llegado el momento de la muerte, se desesperó. Porque Dios no tiene piedad de nosotros a causa de nuestras obras sino por su sola Bondad.

La incredulidad proviene siempre del orgullo. El hombre orgulloso quiere comprender todo con su razón, pero Dios se revela solamente al alma humilde. El Señor muestra todas sus obras al alma humilde. Un alma abandonada a la voluntad de Dios está siempre tranquila y llena de paz, sabiendo por experiencia y por la Sagrada Escritura que el Señor vela por nosotros y vivifica nuestra alma con su gracia.

Mi espíritu está impregnado de Dios. Estoy seguro de que el Señor me guía si me abandono humildemente a su Voluntad.

Cuanto más grande es el amor, más grande es la pena del alma; cuanto más vasto es el amor, más pleno es el conocimiento; cuanto más ardiente es el amor, más ferviente es la oración; cuanto más perfecto es el amor, más santa es la vida.

Si todos los hombres observaran los mandamientos de Dios, sería el Paraíso sobre la tierra y tendríamos a nuestra disposición todo lo que nos es necesario. El Espíritu Santo habitaría en los corazones de los hombres porque busca establecer en ellos su morada; pero a causa de la vanidad de nuestro espíritu, no encuentra lugar en nosotros.

Que nuestra vida sea simple pero sabia. La Madre de Dios se apareció a san Serafín y le dijo: “Dales (a las monjas) un trabajo, y la que guarde la obediencia y la sabiduría estará como tú, cerca de mí”.

El alma en oración siente este amor, y el Espíritu de Dios da en el alma testimonio de su salvación.

Estamos en la lucha cada día a toda hora...

Todo nuestro combate debe tender a adquirir la humildad. El Maligno cayó a causa de su orgullo y trata de tentarnos también a nosotros. Al contrario, hermanos míos, busquemos la humillación para poder contemplar la gloria de Dios desde aquí abajo, pues el Señor se hace conocer al humilde por medio del Espíritu Santo.

El alma se humilla completamente si ha gustado la dulzura del Amor divino. Es como si ella naciera de nuevo. Con todas sus fuerzas tiende hacia Dios, ama día y noche, y, por un instante, descansa en el Reposo de Dios; después vuelve a disgustarse a causa de los humanos.

Si mi amor por el Señor es tan ínfimo, y, sin embargo tan grande mi deseo, ¡cuán grande debe haber sido la pena de la Madre de Dios cuando, después de la Ascensión del Señor, se quedó sola en la tierra!

Durante largo tiempo no he rehusado comprender lo que me sucedía. Yo pensaba: no condeno a ninguna persona; no recibo en mí malos pensamientos; cumplo mis deberes concienzudamente; me privo en las comidas y ruego sin cesar, por lo tanto ¿por qué me asaltan los demonios? Me veo en el error y no puedo explicarme por qué. Cuando rezo, ellos desaparecen por un momento, pero siempre vuelven. Mi alma libra este combate desde hace mucho tiempo. Hablé con un staretz; y él permaneció en silencio y yo continué en la duda. Una noche, me encontraba sentado en mi celda, cuando de repente, se llenó de demonios. Oré con violencia, el Señor los expulsó, pero volvieron. Cuando me levanté para inclinarme frente a los iconos; uno se puso delante mío de forma que, al inclinarme, es a él a quien hacía la inclinación. Me senté de nuevo y dije: «Señor, tú ves que quiero orar con un corazón puro y que los espíritus malignos no lo soportan. Dime lo que debo hacer para que me dejen. Y así tuve en mi alma la respuesta de Dios: “Los orgullosos sufren siempre a causa de los demonios”. Entonces dije: “Señor, Tú eres misericordioso, hazme saber lo que debo hacer para que mi alma sea humilde”. Y el Señor respondió en mi alma: “Ten tu pensamiento puesto en el infierno, y no desesperes”».

¡Oh misericordia de Dios! Yo soy un horror frente a Dios y frente a los hombres, pero el Señor me ama, me alienta, me cura; y enseña Él mismo a mi alma la humildad y el amor, la paciencia y la obediencia. Él ha derramado toda su bondad sobre mí. Desde ese momento, tengo mi espíritu hecho un  infierno y me siento quemar en los rincones oscuros, pero deseo a Dios, lo busco con lágrimas y digo: “Pronto moriré y entraré a la prisión oscura del infierno y allí me quemaré solo y gritaré al Señor y lloraré. ¿Dónde estás, mi Dios, Tú que conoces mi alma?”. Estos pensamientos me fueron de una gran ayuda, purificaron mi espíritu y mi alma encontró el reposo. ¡Admirables son las obras de Dios! El Señor me manda mantenerme en el pensamiento del infierno y esperar. ¡Él está cerca!

Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20); “llámame en el día de la angustia y yo te salvaré, y me bendecirás”.

El alma se renueva enteramente cuando el Señor la toca. Pero esto lo puede comprender sólo quien ha hecho la experiencia, porque no podemos conocer las realidades celestiales sin el Espíritu Santo y Dios nos da este Espíritu aquí abajo.

Yo he errado en dos ocasiones. Una vez el enemigo me hizo ver una luz y mis pensamientos me decían: acéptala, es una gracia.

Otra vez, acepté una visión y he sufrido mucho. Esto sucedió al final de una vigilia nocturna, cuando se comienza a cantar: ¡Que todo lo que alienta, alabe al Señor! Sentí cómo el rey David alababa en el Cielo. De pie en el coro, tuve la impresión de que ya no había más ni techo, ni cúpula, y vi el Cielo abierto. Hablé sobre esto a algunos hombres espirituales, pero ninguno me dijo que el Maligno se haya burlado de mí. Yo mismo pensé que los espíritus malos no podían alabar a Dios y, en consecuencia, esta visión no podía ser del Maligno. El orgullo se apoderó de mí y vi entonces a los espíritus malignos y entonces reconocí que había sido engañado. Relaté todo esto a mi confesor, rogándole que intercediera por mí; y gracias a sus oraciones he sido salvado, y suplico constantemente al Señor que me dé la humildad. Si se me preguntara qué dones quisiera recibir de Dios, respondería: el espíritu de humildad que es lo que más ama el Señor.

Recuerda que en el momento en que los espíritus te asaltan, el Señor te guarda. No tengas miedo, aunque debas ver al mismo Satán que quiere quemarte en su fuego y hacer prisionero tu espíritu. Espera vigorosamente en Dios y di: yo soy más malo que todos. Y el Maligno te dejará. Sintiendo que el espíritu de malicia obra en ti, no debes desalentarte; confiésate sinceramente y pide al Señor el espíritu de humildad; Él te lo dará, y tú, en la medida de tu humildad, sentirás en ti la gracia, y si llegas a ser todo humildad, tu alma obtendrá la paz perfecta.

Un alma humilde que guarda la fuerza de la gracia del Espíritu Santo tiene también la fuerza de soportar una revelación divina; pero quien posee la gracia en una débil medida es abrumado por la contemplación, no teniendo la fuerza para soportar el peso de la gloria de Dios. Los discípulos cayeron rostro en tierra cuando, Moisés y Elías, sobre el monte Tabor, dialogaban con el Señor transfigurado; pero más tarde, cuando la gracia del Espíritu Santo llegó a ser en ellos más grande, se pusieron de pie cuando el Señor se les apareció y pudieron hablar con Él.

Así san Sergio, en el momento de la aparición de la Madre de Dios se tendió delante de Ella porque habitaba en él la gracia de Dios; mientras que su discípulo Miguel cayó de rodillas, no pudiendo mirar a la Madre de Dios. San Serafín de Sarov poseía también la plenitud de la gracia del Espíritu Santo y permaneció igualmente parado cuando se le apareció la Madre de Dios mientras su discípulo cayó en tierra porque no existía todavía en él la misma gracia. Quien lleva en sí la gracia no teme a los malos espíritus porque se siente propietario del Poder de Dios.

Todas las almas no tienen las mismas posibilidades; unas son fuertes como el hierro y otras débiles como el humo. Las almas orgullosas son como el humo; el enemigo las lleva de aquí para allá, como el viento que sopla de un lado y de otro, porque no tienen paciencia y se dejan engañar fácilmente por el enemigo. Las almas humildes, al contrario, observan los mandamientos de Dios; edifican sobre el peñasco del mar sobre el cual rompen las olas. Se abandonan a la voluntad de Dios, y el Señor les da la gracia del Espíritu Santo.

Quien vive según los mandamientos siente en su alma a toda hora, en todo momento, la gracia de Dios; pero existe también quien no percibe la venida de la Gracia.

El que ha hecho la experiencia del Amor de Dios dirá: yo no he observado este mandamiento. Si bien oro día y noche, y me esfuerzo por crecer en toda virtud, no he realizado este mandamiento del Amor de Dios. Lo he cumplido perfectamente sólo en raros momentos. Sin embargo, mi alma quiere permanecer continuamente en el amor. Si pensamientos extraños lo asaltan, el espíritu piensa en Dios y en las cosas terrestres. Y el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma no se cumple. Si, al contrario, el espíritu entero está en Dios y no es habitado por ningún otro pensamiento, el mayor mandamiento puede ser realizado, aunque no lo sea todavía absolutamente.

Una nube oculta el sol y la sombra cubre la tierra. Así el alma pierde la gracia por un solo pensamiento de orgullo y la encontramos envuelta por entero de niebla. La gracia vuelve por un pensamiento de humildad; yo he hecho en mí mismo la experiencia.

Así como el hombre, que por ser viviente siente todo naturalmente, ya sea frío o calor; así el hombre que ha conocido el Espíritu Santo, por experiencia sabe bien cuándo la gracia visita el alma y cuándo el espíritu maligno la asalta.

Dios da un sentido al alma para que pueda reconocer su Venida, para amarlo y hacer su Voluntad. Y ahora, ¡atención! No distinguimos los pensamientos que vienen del Maligno por su forma sino por sus efectos en el alma. Esto lo aprendemos sólo por experiencia, de suerte que quien no ha hecho esta experiencia es fácilmente engañado por el Maligno. Si percibes una luz que nace en ti o que te rodea, ten cuidado si no sientes al mismo tiempo un impulso hacia Dios y de amor hacia el prójimo. Sin embargo no temas. Humíllate y la luz desaparecerá.

 


[1] Tomado de: Cuadernos Monásticos n. 121 (1997), pp. 200-210.