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Visitas del Señor a santa Gertrudis (Legatus IV,38)

1. Mientras en la santa vigilia de Pentecostés, Gertrudis oraba con mayor devoción en el Oficio, para prepararse a la llegada del Espíritu Santo, oyó en espíritu al Señor que le decía con dulcísima ternura: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros[1]. Sintiendo admirable suavidad al oír estas palabras, comenzó a reflexionar con abatimiento sobre su indignidad. Le parecía que por el recuerdo de su indignidad se hacía como un pozo en su corazón, tanto más profundo cuanto más despreciable se consideraba. Entonces, del corazón melifluo de Hijo de Dios, a semejanza de un panal de miel, brotaba como una vena purísima, que, destilando lentamente en el fondo de su corazón, lo llenaba hasta desbordar. En esto entendió que se significaba la suavidad del Espíritu Paráclito, que por el corazón del Hijo de Dios se infunde suavemente en el corazón de los elegidos. Entonces el Hijo de Dios bendijo con su deífica mano aquel fondo rebosante, a semejanza de la fuente bautismal, para que, cuantas veces aquella alma entrara en ella, pudiera salir purificada de toda mancha.

2. Mientras se gozaba de que le fuera dada esta saludable gracia de bendición, dijo al Señor: “He aquí, Señor mío, que yo, pecadora e indigna, confieso con dolor que -¡ay de mí!- por humana fragilidad he pecado muchas veces contra tu divina Omnipotencia; también pequé de distintas maneras por ignorancia contra tu divina Sabiduría, y de muchos modos me airé maliciosamente contra tu inestimable Benignidad. Por tanto, Padre de las misericordias[2], ten misericordia de mí y dame de tu Omnipotencia, fuerzas para resistir a todo lo que te sea contrario; de tu inescrutable Sabiduría, concédeme prevenir con cautela todo lo que en mí pueda ofender los ojos de tu pureza; y de la superabundancia de tu Bondad, concédeme adherirme a ti con tan estable fidelidad, que no disienta nunca, en lo más mínimo, de tu voluntad”.

3. Mientras decía estas palabras le parecía como que era sumergida en aquel fondo para ser regenerada. Volviendo, después de un rato, apareció más blanca que la nieve, purificada ya de toda mancha de pecado. Presentada de esta manera ante la divina majestad, se encomendaba al patrocinio de todos los santos, como se suele encomendar a los recién bautizados a sus padrinos, deseando y exhortando a todos que oraran por ella.

Entonces se levantaron gozosos todos los santos y ofrecieron al Señor sus méritos en reparación de todas las negligencias e indigencias de ella. Adornada maravillosamente con esos méritos, el Señor, tomándola con ternura, la colocó directamente frente a sí, de manera que exhalaba suavemente hacia su alma su divino aliento, y viceversa, él absorbía eficazmente en sí mismo el aliento del alma. Y le dijo el Señor: “Estas son mis delicias, en las que me deleito con los hijos de los hombres”[3]. Por el soplo del alma se indicaba su buena voluntad, y por el soplo del Señor, la condescendencia de la bondad divina que se digna aceptar la buena voluntad del alma. De este modo, el alma, descansando dulcemente entre los abrazos del Señor, como en una dulce espera, se debía preparar dignamente para recibir el Espíritu Santo.

4. Intentaba obtener del Señor por medio de oraciones especiales los siete dones del Espíritu Santo, y pedía en primer lugar el don de temor, con el cuál evitaría todos los males. Se le apareció el Señor, como plantando casi en el centro de su corazón un árbol hermoso. Parecía extender sus ramas y cubrir con ellas toda la pequeña habitación de su corazón. Tenía algunas espinas encorvadas de las que brotaban hermosísimas flores erguidas hacia arriba.

Por el árbol entendió significarse el santo temor de Dios que, a modo de punzantes aguijones traspasa el alma y la retrae de toda falta. Las flores significaban la voluntad con la que el hombre desea protegerse contra todo pecado por temor del Señor. Cuando el hombre hace algún bien o evita algún mal por temor del Señor, dicho árbol produce frutos hermosísimos.

Cuando de igual modo pidió devotamente al Señor los demás dones, apareció cada uno de dichos dones como hermosos árboles en flor, cada uno producía frutos según su especie[4]. Los árboles de la ciencia y de la piedad parecían destilar un rocío finísimo. En ello comprendió que los que se empeñan en practicar las virtudes de la ciencia y de la piedad están frondosos y florecen como rociados por suavísimo rocío. De los árboles del consejo y de la fortaleza parecían pender como unos lazos de oro. Con ello se significaba que el alma es atraída por el Espíritu de consejo y de fortaleza para conseguir las cosas espirituales. De los árboles de la sabiduría y de la inteligencia manaban como unos riachuelos de néctar, para significar que ellos riegan el alma plenamente y la sacian dulcemente con la dulzura de la fruición divina.

5. Durante la noche santa (de Pentecostés) sintió tanta debilidad en Maitines que no pudo participar en ellos por mucho tiempo. Dijo al Señor: “¡Oh Señor mío! ¿Qué gloria y alabanza puedes recibir de mí, indigna, que participo tan breve tiempo en los divinos oficios?”

Le responde el Señor: “Mira -para que por la semejanza de las cosas exteriores seas conducida a la inteligencia de las espirituales-, considera qué provecho obtiene el esposo, cuando durante toda una noche es acariciado por su esposa para deleite de su corazón. Pues un esposo no podrá sentir nunca tanto afecto con las caricias de su esposa, como el que siento yo, cuando, aunque sea por breves instantes, mis escogidos me ofrecen sus corazones para que me deleite en ellos”.

6. Cuando se acercaba a la comunión le parecía que el Señor exhalaba de todos sus santísimos miembros hacia su alma un aliento finísimo, y aspirándolo, sintió admirable e inefable delectación. En ello reconoció haber merecido aquello que con fervor pedía, cuando oraba para recibir los dones del Espíritu Santo. Recibida la comunión, ofreció a Dios Padre toda la vida santísima de Jesucristo para suplir el hecho de que, desde la hora en que renaciendo en el Bautismo recibió al Espíritu Santo, nunca había ofrecido en su corazón y en su alma, una morada suficientemente digna a tan dignísimo huésped. Provocado el dulcísimo Espíritu, se lanzó impetuoso a manera de paloma al Sacramento de vida con rapidísimo vuelo -como el águila se lanza hacia el cadáver-, buscó el dulcísimo Corazón de Jesús, se introdujo en él y se mostró muy complacido en la mansión de su pecho.

7. Mientras se cantaba en Tercia el himno Veni Creator Spiritus (Ven Espíritu Creador), se le apareció nuestro Señor Jesucristo como abriendo con ambas manos su Corazón lleno de dulzura hacia ella. Ella cayó de rodillas e inclinó su rostro de manera que la cabeza reclinase en el centro del Corazón del Señor. El Señor acogió su cabeza y parecía introducirla en su divino Corazón para unir a sí la voluntad, que es llamada cabeza del alma, y santificarla.

A la segunda estrofa: Qui Paraclitus diceris (Tú que eres llamado Consolador), adoctrinada por el Señor, puso ambas manos sobre el Corazón del Señor y consiguió la ayuda de la divina consolación en todas sus obras, de manera que en adelante todas ellas le serían perfectísimamente agradables.

A continuación y durante la tercera estrofa: Tu septiformis gratia (Tú te derramas en siete dones), puso sus pies de la misma manera en el Corazón del Señor, y mereció la santificación de todos sus deseos, designada en los pies.

Durante la cuarta estrofa: Accende lumen sensibus (enciende tu luz en nuestros sentidos), entregó sus sentidos al Señor, y recibió la promesa de que serían iluminadas también otras personas por medio de ella, para ser encendidas en el conocimiento y amor de Dios.

En la quinta estrofa: Hostem repellas (aleja al enemigo), el Señor se inclinó tiernamente hacia el alma y le dio un beso suavísimo con el que arrojaba, a manera de fortísimo escudo, con gran poder, lejos de ella, todas las asechanzas del enemigo. Durante todo esto sintió su alma tanta dulzura, que comprendió con toda nitidez tratarse de lo que el día anterior se le había predicho sin mérito propio: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros[5].

 

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El largo capítulo 38 del Libro IV del Legatus se enmarca dentro del versículo de Hechos 1,8, que abre y cierra el texto, proporcionando la clave de lectura de toda la sección: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros”.

El texto se articula en cinco visiones, distribuidas entre la vigilia y el día de Pentecostés, en las que se narra de varias maneras, la preparación –primero-, y luego la recepción del Espíritu Santo por parte de Gertrudis. La nota teológica peculiar de estas cinco visiones -muy coherente, por otra parte, con toda la doctrina gertrudiana-, es que Gertrudis recibe el Espíritu Santo a través del Corazón de Cristo. Podríamos decir que: dentro de la fórmula tradicional de la fe de la Iglesia latina, que confiesa la procedencia del Espíritu Santo del Padre y del Hijo (ex Patre Filioque[6]), Gertrudis acentúa el modo de la procedencia: per Filium, en coherencia con su concepción de Cristo como único Mediador entre nosotros y el Padre, único por quien nos vienen todos los dones de Dios (cfr. CEC 246; concilio de Florencia: DS 1300-1301)[7].

La primera visión, la más elaborada, está ambientada en la vigilia previa a la solemnidad de Pentecostés y consiste en una renovación de la liturgia bautismal. La segunda visión no menciona una hora canónica precisa –más bien se presenta como una continuación de la anterior- y consiste en la invocación de los dones del Espíritu Santo. La tercera visión se ubica en los maitines o vigilias nocturnas del mismo día de Pentecostés; la cuarta, durante la comunión dentro de la misa del día, y la quinta, durante el oficio de Tercia, hora de la venida del Espíritu Santo sobre María y los apóstoles en el cenáculo, según el sentido literal de la narración de Lucas (Hch. 2,15).

La primera visión recrea los ritos fundamentales del bautismo, sacramento que en la Edad Media incluía la confirmación, y por lo tanto constituía la recepción sacramental del Espíritu Santo. Esta misma concepción del bautismo como sacramento que confiere el Espíritu Santo, se refleja en un texto de los Ejercicios:

“Procura celebrar, en algún tiempo determinado, particularmente en la santa Pascua y en Pentecostés, el memorial de tu bautismo” (EE 1).

La visión se desarrolla en las siguientes etapas: arrepentimiento de los pecados, bendición del agua, confesión, purificación o bautismo, intercesión de los santos, y recreación por medio del aliento de Cristo; esta última, no es interpretada todavía como recepción del Espíritu, sino como preparación a recibirlo.

El arrepentimiento de los pecados o contrición del corazón, está figurada por la imagen de un pozo hondo en el que Gertrudis se hunde, al entrar dentro de sí misma y considerar su indignidad. Encima de este pozo aparece luego el Corazón de Cristo, comparado con un panal, que destila miel por un conducto hacia el pozo, y lo llena hasta desbordar. La reciprocidad de términos opuestos (pozo del corazón de Gertrudis y panal/corazón de Cristo), y el movimiento del uno al otro hacia la unión, lograda a través de un tercer elemento fluido, es una característica de las visiones de Gertrudis. Aquí el elemento líquido es la miel que destila del Corazón de Cristo, de la cuál Gertrudis entiende “que significaba la suavidad del Espíritu Consolador, que por el corazón del Hijo de Dios, se infunde suavemente en el corazón de los elegidos”. Jesús bendice aquel hoyo lleno, a semejanza de una pila bautismal, para que, cuantas veces ella entrara allí, saliera purificada de todo pecado y acepta a Dios.

En esta escena se expresa una concepción típica de la tradición monástica, ya presente en la RB (4,57; 49,4), en san Gregorio Magno y en Casiano -por citar solo los principales exponentes- y que retoman los padres cistercienses: las lágrimas de la compunción son un segundo bautismo, que lava las culpas y purifica la memoria. La amarga consideración de la propia miseria -significada en el pozo profundo-, va unida a la dulce consideración de la misericordia de Dios, representada por la miel que llena el pozo hasta los bordes. Jesús bendice el pozo lleno, no el pozo vacío. Y es en esa miel del Espíritu Paráclito, Consolador, donde debe sumergirse Gertrudis para ser purificada. El gesto de bendición del Señor recrea el rito de la bendición del agua en la liturgia bautismal.

Luego sigue la Confesión: se trata al mismo tiempo de la confesión de los propios pecados y de la confesión de la fe, según el doble sentido del término en la tradición patrística (pensemos sobre todo en san Agustín). Este gesto reedita la profesión de la fe propia del rito bautismal. Aquí Gertrudis confiesa la fe trinitaria, utilizando la tríada: omnipotencia, sabiduría y bondad, para referirse de manera implícita al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, respectivamente. Esta correspondencia es constante en toda la obra de Gertrudis, a diferencia de san Bernardo y otros padres cistercienses, que también utilizan tríadas para referirse a la Trinidad, pero varían en los atributos y aplicaciones. Gertrudis confiesa ante Dios Trino, sus faltas de fragilidad, ignorancia y malicia, y pide fuerza, cautela y unión con la voluntad divina para poder resistir el pecado.

A la doble confesión del pecado y de la fe, sigue la inmersión o bautismo: Gertrudis es sumergida en la pila bendecida y sale purificada de todo pecado. Viene luego la recomendación e intercesión de los santos, que evoca la letanía propia del rito bautismal. Los santos interceden y suplen con sus méritos, las negligencias e indigencias de Gertrudis. Esta nota eclesial es una característica de la mística gertrudiana. Sus visiones no son un mero intimismo entre ella y el Señor, sino que siempre aparece la Iglesia (peregrina, triunfante o purgante) y hay una recirculación de los méritos y gracias por la intercesión de unos por otros.

Regeneración por el aliento: La visión concluye con un enigmático pasaje donde aparece un intercambio de soplos o alientos entre el Señor y Gertrudis. Puede tratarse de una recreación del rito litúrgico del Efetá, propio del bautismo (cf. Mc 7,31-37). Hay en este gesto una alusión a la creación originaria, cuando Dios, soplando sobre Adán, le infundió el espíritu y fue hecho hombre viviente (Gn 2,7b); esta alusión remite al pasaje joánico de la resurrección, cuando Jesús, soplando sobre los apóstoles les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22). La recreación por la gracia es el primer efecto del Bautismo, y es precisamente el Espíritu, quien nos hace nacer de nuevo, como creaturas nuevas, hijos e hijas de Dios.

Pero en este caso, la comunicación de alientos es mutua, y esta reciprocidad evoca, para los medievales, a la noción de beso. El beso se consideraba como una conjunción de alientos, signo de la comunión espiritual -ya que el aliento representa el espíritu que habita en el interior de la persona. En la tradición monástica medieval y en el Legatus, el beso es símbolo de la unión esponsal, con su nota de reciprocidad. Este sentido viene reforzado en nuestro texto, por la mención al descanso entre abrazos, que siempre indica la unión conyugal. Además, se nos dice en qué radica la reciprocidad de alientos o el beso: en el mutuo don de la buena voluntad de Gertrudis al Señor y la condescendencia de la divina bondad que la acepta con beneplácito. La unión de la voluntad humana y la divina es la nota propia del matrimonio espiritual.

Precisamente, en la tradición patrística, el Espíritu Santo es llamado beso entre el Padre y el Hijo, signo de la comunión intratrinitaria entre ambos. El beso o aliento de Cristo, en nuestro texto, indica que el Señor comunica a Gertrudis el Espíritu Santo y que esta efusión es también don de sí mismo, don esponsal. Con todo, el texto considera todavía este don, como una preparación para recibir al Espíritu.

La segunda visión se pone en continuación con la anterior, sin especial contextualización litúrgica. Gertrudis implora los dones del Espíritu Santo, especialmente el temor de Dios, en su doble aspecto: apartamiento del mal y moción al bien, a la ejecución de obras buenas. Este énfasis en el temor de Dios es típicamente monástico. Recordemos la larga descripción de San Benito al primer grado de humildad, con respecto a la extensión de los demás grados.

Gertrudis visualiza los dones del Espíritu Santo como árboles que brotan en su corazón, aparejados en duplas, con atributos propios: rocío, pendones de oro, arroyos. Ciertamente, esta visión alegórica no es del gusto actual. La metáfora o símbolo declina hacia la alegoría cuando no hay una correspondencia intrínseca entre significante y significado, sino una asociación meramente exterior, la cul debe explicarse dentro de un sistema establecido por el contexto; en ese caso, el simbolismo pierde valor universal y sirve solo para esa situación concreta.

Sin embargo, no nos apresuremos a descartar como arbitraria, la imagen del árbol utilizada por Gertrudis, sobre todo en su primera aplicación, al don de temor de Dios. La Escritura misma compara al hombre que teme al Señor con un árbol plantado al borde de la acequia, que hecha raíces, extiende sus ramas, verdea tanto en invierno como en verano, y da fruto en su sazón (cf. Sal 1,3; Jr 17,7-8).

Con referencia a los demás dones, nuestro texto dice que “cada uno de los árboles producía frutos según su especie” (cf. Gn 1,12). La alusión al orden de la creación antes del pecado, remite a la recreación del alma por obra del Espíritu Santo, que es el efecto propio del Bautismo. El alma colmada de los dones del Espíritu es un vergel de delicias, un paraíso terrenal; esta idea está presente en los padres cistercienses (san Bernardo, Guillermo) cuando hablan del “paraíso de la buena conciencia”. La alegoría de Gertrudis, entonces, está más en los detalles que sobrecargan la imagen que en los símbolos de base aplicados: el árbol y el paraíso.

Podríamos preguntarnos si las imágenes que describe este texto provienen de una verdadera visión, o se trata de una creación literaria artificiosamente diseñada. No sería fortuito pensar que la imaginación medieval de Gertrudis pudiera ver realmente estas cosas. Sin embargo, sea cual sea la respuesta a esta pregunta, no altera la finalidad del texto, que viene indicada en el criterio que se enuncia más abajo: “para que por la semejanza de las cosas exteriores seas conducida a la inteligencia de las espirituales”. Este principio pedagógico rige todas las revelaciones contenidas en el Legatus y emerge una y otra vez a lo largo de sus Libros. Es una aplicación del criterio paulino de Rm 1,17[8], y una consecuencia de la economía de la Encarnación asumida por el Verbo.

La tercera visión se produce en los maitines o vigilias nocturnas de la fiesta. Gertrudis se duele de no poder rezarlos, por su mala salud; este lamento se comprende si consideramos que, según los usos cistercienses, en las solemnidades principales los hermanos tenían obligación de asistir al coro, salvo aquéllos enfermos a los que se les hubiera practicado el sangrado, dentro de los tres días del mismo (cf. Ecclesiastica Officia 90,73); la excepción, como se ve, era muy restringida.

El Señor le da a Gertrudis una respuesta típica del Legatus, que evoca la intimidad de la unión conyugal prolongada con gestos de ternura. Si tenemos en cuenta que la imagen de la unión se refiere siempre simbólicamente a la comunión eucarística, como analogado principal, encontramos aquí expresada, por medio de una imagen, la noción de que el oficio divino (al que Gertrudis lamenta no poder asistir) es la prolongación de la comunión eucarística. Esta concepción, muy arraigada en la tradición monástica, se refleja también actualmente en la liturgia de las horas renovada según el Concilio Vaticano II (cf. Principios y Normas Generales de la Liturgia de las Horas 12).

La cuarta visión se produce al momento de recibir la comunión dentro de la misa (ya que el texto dice, en voz activa, que Gertrudis se acercaba a comulgar). Nuevamente aparece el tema del aliento o exhalación de Cristo, en este caso, a través de todos sus miembros. Esta exhalación produce un gran deleite espiritual a Gertrudis, y ella reconoce en este don, la respuesta a su súplica por los dones del Espíritu Santo. Es decir: la exhalación de Cristo, su hálito, es comunicación de su Espíritu a través de sus miembros. Para Gertrudis el Espíritu Santo es el espíritu de Cristo, que habita en su corazón, y es Cristo quien lo transmite por su aliento, por su respiración, por su soplo o su palabra.

Gertrudis tiene como trasfondo el pasaje de la muerte de Jesús, cuando “dando un fuerte grito (o suspiro), exhaló su espíritu” (Lc 23,46; Mc 15,37. Mt 27,50); tiene también el relato de la transfixión de su corazón por la lanza, del cual “brotó sangre y agua” (Jn 19,34). Los Padres siempre vieron en este relato el don del Espíritu y de los sacramentos de la Iglesia.

Recibida la Comunión, Gertrudis ofrece al Padre toda la vida de Cristo, en reparación por sus pecados (un gesto típico suyo en el Legatus); y ante esta ofrenda, el Espíritu Santo se precipita al corazón de Cristo presente en el sacramento eucarístico -que ella ya consumido-, y así Gertrudis recibe el Espíritu a través del Sacramento de Cristo.

La última visión está ambientada en la hora de tercia -hora de la efusión del Espíritu- y describe con gran belleza y ternura, el modo en que Gertrudis acoge el Espíritu a través del corazón de Cristo, mientras se canta el himno propio de la hora, el Veni Creator Spiritus.

Jesús se aparece abriendo con sus dos manos, su corazón encima de ella; Gertrudis se arrodilla ante El, viniendo a apoyar su cabeza sobre el corazón de Jesús. El toma su cabeza, la mete en su corazón y une así la voluntad de Gertrudis a la suya, santificándola en sí mismo. A la segunda estrofa, Gertrudis ofrece sus manos al corazón divino, significando en ellas, sus acciones; a la tercera estrofa, ofrece sus pies, que simbolizan sus deseos; a la cuarta, según el sentido que viene sugerido por la estrofa del himno, pide la iluminación de sus sentidos, para comprender las cosas espirituales y hacer aprovechar a otros. Finalmente Jesús, imprimiendo en ella su beso, le proporciona un escudo contra las asechanzas del enemigo. Así, Gertrudis queda santificada en todo su ser, alma y cuerpo, por el Espíritu Santificador

En todo esto reconoce el cumplimiento de la promesa recibida en la víspera, cerrándose así la inclusión abierta al comienzo del capítulo, con el texto de Hechos 1,8: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros.

Ana Laura Forastieri, ocso

Monasterio de la Madre de Cristo

 


[1] Hch 1,8.

[2] 2 Co 1,3.

[3] Pr 8,31.

[4] Cf. Gn 1,12.

[5] Hch 1,8.

[6] Fórmula citada frecuentemente por san Bernardo, por ejemplo en el Sermón 1º para Pentecostés, 1.

[7] Tengamos en cuenta que Gertrudis es anterior al Concilio de Florencia (1439-1442), que introdujo el Filioque en el credo niceno-constatinopolitano (DS 1302); pero es contemporánea al II Concilio de Lyon (1274) que establece la infalibilidad del principio ya confesado en la tradición latina, de que el Padre, en cuanto Padre del Hijo único, es con Él, “el único principio del que procede el Espíritu Santo” (DS 850. Cfr. CEC 248). Por lo tanto, Gertrudis es anterior a la controversia entre las fórmulas ex Patre Filioque y ex Patre per Filium, como excluyentes la una de la otra. En su tiempo, la primera fórmula se interpretaba de la procesión ab eterno del Espíritu: es decir, que procede del Padre y del Hijo; y la segunda, hacía referencia al modo de su procesión pro nobis: nos viene del Padre a través del Hijo.

[8] Los atributos invisibles de Dios se hacen visibles a los ojos de la inteligencia, desde la creación del mundo, por medio de sus obras (Rm 1,17).